Luego de confirmarse la victoria del candidato del partido de Evo Morales, Luis Arce, en las elecciones presidenciales bolivianas, algunos justificaron semejante dislate colectivo con el precario argumento de la creencia en la posibilidad de una ruptura que implicaría la superación de la luenga e inicua praxis de la nomenklatura masista de un modo similar a lo que ocurrió en Ecuador tras el inicio del mandato de Lenín Moreno, lo que de ser cierto significaría que en Bolivia se tomó una trascendental decisión sobre la base de la especulación y la fe a juzgar por la campaña de Arce, en la que este no dijo o hizo nada que apuntase en esa dirección más allá de un poco convincente «¡Aquí voy a gobernar yo!» —o algo por el estilo—.

Claro que, en una coyuntura como la de Bolivia, una posibilidad de ese tipo siempre cabe, pero el destino de una nación constituye un asunto de tal importancia que las decisiones que lo afectan no deberían tomarse con tamaña irreflexión… si es que fue ello lo que en realidad llevó a un relativamente mayoritario sector de la sociedad boliviana a elegir a Arce, porque el problema que subyace tras esa lamentable decisión es quizás más complejo de lo que a primera vista parece y está más extendido de lo que se quiere admitir en la región —y en el resto del mundo—.

De hecho, el éxito con el que, verbigracia, los secuestradores y deformadores de genuinas luchas reivindicativas están captando mayor cantidad de adeptos que los legítimos promotores de estas en cada vez más lugares, tal como de manera lenta e inadvertida ha venido ocurriendo en España, en Chile o en Estados Unidos, donde viles raleas con ocultas y nada elevadas agendas se han hecho con banderas como las de la justicia, la igualdad de oportunidades o el Black Lives Matter para transformarlas en vacuos instrumentos al servicio de proyectos públicamente seudooclocráticos —algo ya de por sí escandaloso, puesto que la auténtica democracia no debería confundirse con la caótica, mediocre y, en consecuencia, nada fructífera oclocracia— pero solapadamente orientados a la toma y a un uso del poder que permita darle preponderancia a mezquinos intereses, da cuenta de ello y de lo que está en juego en un mundo democrático amenazado hoy más que nunca por la rediviva opresión, porque, quiérase o no verlo, toda constricción de oportunidades y de libertades, aunque luzca «democrática», es una forma de opresión, y tal constricción tiene lugar cuando a los intereses particulares de pequeños grupos en el poder se les da más peso que a los de la ciudadanía en su conjunto.

Esa fácil usurpación de legítimas luchas patentiza el mismo problema que condujo a la elección de Arce —la más reciente cuenta de un interminable rosario de despropósitos que, entre otros desafortunados hitos, incluye el ascenso al poder del chavismo en Venezuela y el aumento de la popularidad de Podemos en España—, esto es, la tergiversación de la noción de igualdad con la que se intenta dejarle el paso libre al facilismo y a la mediocridad y que resulta muy atractiva para unos no tan minoritarios segmentos de la sociedad global que ven en ello un expedito modo de obtener variados «beneficios» con el mínimo esfuerzo; una tergiversación que han sabido capitalizar los más conspicuos populistas de la contemporaneidad —como en su momento lo hizo el tirano Hugo Chávez— y que explica el que tantos se hayan convertido en cómplices de los constructores de los tinglados que han acabado oprimiéndolos.

Supuestas reivindicaciones resumidas, por ejemplo, en aquel «Para nosotras, mujeres esclavizadas por el patriarcado, tiene que reservarse obligatoriamente la mitad de los puestos de trabajo» —que nada tiene que ver con procesos de selección transparentes y basados en competencias, con climas laborales apropiados o con salarios justos— o en el «A nosotros, homosexuales largamente perseguidos, nos deberían corresponder tales o cuales cargos gubernamentales» —que no tiene que ver, por su parte, con lo más conveniente para la sociedad o con una saludable dinámica democrática—, y en las que a menudo se mezclan aquellos elementos con el resentimiento y, sobre todo, con el victimismo, esa peculiar forma de sutil manipulación, son manifestaciones de un mismo fenómeno que se está extendiendo y agravando con mayor rapidez que el coronavirus causante de la COVID-19 y cuyas consecuencias se vislumbran inconmensurablemente nefastas.

Nefastas en extremo, sin duda alguna, por cuanto el camino que con gran esfuerzo se ha intentado construir desde hace décadas para la materialización de la idea de un más homogéneo y mejor desarrollo dentro de la sociedad global está pasando de ser una continua lucha por la expansión de las libertades de todos en todas partes y, por tanto, de sus capacidades —y oportunidades—, a convertirse en una expansión del olímpico desprecio al mérito y a la búsqueda de la excelencia, y con ello a la creencia en importantes elementos impulsores de ese desarrollo como la creatividad orientada a la mejora, la autocrítica y la crítica constructivas, la competitividad, entre muchos otros. Y nefastas además por relacionarse la mencionada tergiversación de la noción de igualdad con una mentalidad que, cabe reiterar, es ubérrimo pasto para un populismo empobrecedor tanto en lo material como en lo espiritual.

En el caso de Venezuela las implicaciones de esto son evidentes, ya que como lo señalé en un artículo publicado en este mismo diario el 13 de marzo del corriente, e intitulado «Breve salto hacia el “futuro”: la (re)construcción», de ser esa la mentalidad predominante en el país cuando el día del anhelado cese de la usurpación chavista llegue, «no tardará la sociedad venezolana en dejarse secuestrar de nuevo por los mismos que en los albores del siglo XXI la destruyeron pero cuyas máscaras ya habrán sido reemplazadas», y si entonces me pareció relevante escribir esas palabras por existir ya el precedente argentino, ahora cobran ellas mayor pertinencia al sumarse a este el caso boliviano dentro de lo que parece una peligrosa tendencia regional.

De ahí la importancia de una cotidiana actuación que se oponga y contribuya a transformar esa mentalidad, y en esto, como también apunté en el citado artículo, «tenemos que participar todos los que contamos con una estructura de pensamiento diferente […] por muchísimas razones; una de ellas, y de gran peso, la necesidad de contrarrestar la tendencia de los políticos a ajustar sus electoreros discursos a lo que se quiere oír para granjearse así populares apoyos».

Debo agregar en este punto que he comenzado a sentir cierto optimismo en los últimos meses por ver que en el país está surgiendo con fuerza un movimiento cultural, que abarca desde lo científico hasta lo literario, pasando por lo musical y por las más variadas manifestaciones artísticas, que de un modo inteligente le está mostrando a la sociedad venezolana alternativas a ese «no deber ser» que la ha devastado en todos los aspectos, y quiero creer —y me atrevo a estar seguro— que, junto con muchísimos otros conciudadanos, yo mismo he influido de manera positiva en ello. No obstante, ese es apenas un pequeño paso —aunque no por esto menos importante— al que deben aunarse muchas otras acciones transformadoras y emancipadoras.

Sea lo que fuere, es fundamental que no se pierda de vista el problema en cuestión y que trate de comprenderse tanto su gravedad como su relación con una turbulenta dinámica nacional, regional y hasta global que, de no modificarse, nos arrastrará a todos por peores derroteros.

@MiguelCardozoM


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