La corrupción no es un delito de lesa humanidad, lamentablemente, porque si no la Corte Penal Internacional tendría aparte muchos más expedientes por revisar acerca de la actuación individual de quienes han detentado el poder sin control todos estos tan largos años. Tampoco en Venezuela parece importar mucho, producto de aquella viveza ancestral que más bien reconocemos como valor. Sin embargo, el descaro y la inmoralidad con el manejo de los recursos se vislumbra monumental en un país precisamente arruinado, miserabilizado, depauperado, hambreado por el régimen más corrupto de su historia. De esto no tengamos duda.

De acuerdo con el régimen del terror de Nicolás Maduro, nuestro país no puede ponerse al día con los pagos de su adscripción en la Organización de Naciones Unidas porque el bloqueo, las sanciones de diversos países – no es solo Estados Unidos, por cierto, aunque sea el sancionador más importante – le impide cancelar la deuda. Esto no le permitió defender a su padrino ruso con el voto en esa organización y, más cerca en el tiempo, no le permitió alzar la mano en la votación cuando se trató el tema importante de la protección del orbe en la Organización Mundial de la Salud. Sencillamente por maula. Es imposible que un país minero, petrolero, como Venezuela requiera ayuda humanitaria. Pues sí, porque le permitimos a este régimen cruel, inhumano, transgresor, terrorista, desecar al país para colocarlo en la ruina casi absoluta, y postrar a sus habitantes a sufrir el hambre como desprecio, como mecanismo de control para la permanencia de los terroristas corruptos en el poder.

Ruedan los comentarios acerca de la vida y las fortunas de la hija de Hugo Chávez, esa a la que ahora buscan con firmas expulsar de Estados Unidos, del hijo de Nicolás Maduro y sus viajes de placer, de las camionetas, de la fortuna y las empresas de Diosdado Cabello, todo esto salta a la vista. Basta fijarse en las prendas que luce en sus alocuciones quien controla el poder, o en los vehículos y convites de sus adláteres. Esta muy a la vista, como nos espeta a todos el disfrute de su poderío mal habido. Desde luego que rechaza la idea de una ayuda humanitaria a una nación que se jactó siempre de ser de las más ricas de América Latina y del mundo, contentiva de riquezas innumerables, capaz de soportar el saqueo sin fondo de los despóticos gobernantes.

Basta acercarse por encima a los niveles de corrupción actuales y pasados para establecer la comparación, para medir de alguna forma lo que imaginamos, lo que nos muestran porque sabemos, pero llega a inconmensurables desproporciones. Venezuela en la actualidad es el cuarto país del mundo, del mundo, en materia de corrupción. Primero en América Latina. Por encima solo se colocan Siria, Sudán y Somalia. En 1999, Rafael Caldera, el presidente electo democráticamente que entregó a Hugo Chávez el mandato, había insertado al país 26 puestos más abajo ese año en la percepción de la corrupción de Transparencia Internacional. Por corrupción juzgaron a Carlos Andrés Pérez y lo hicieron preso en El Junquito, debido a su manejo inescrupuloso de la «partida secreta». Le había dado unos churupos a Nicaragua. Ese CAP al que se le alzaron los militares acusándolo entre otras cosas de corrupto, de violador de los derechos humanos, de no permitir la separación de poderes, de impedir la libertad de expresión y de manifestación. No se imaginaban entonces lo que el supuesto cambio traería como arrase desmesurado del erario público y de los derechos fundamentales, de la organización y manejo del Estado. Betancourt, Leoni ni el limpio Luis Herrera exhibieron en sus gobiernos esta agigantada magnitud. De Jaime Lusinchi hay marcas con la amante y los jeeps. Hasta allí en lo trascendido.

El cuarto puesto actual en el orbe en cuanto a corrupción nos da la medida. El tercero, ahora, recientemente, después de la invasión rusa a Ucrania, porque antes éramos el segundo detrás de Siria en desplazados buscando arraigo en el mundo, nos da la otra. No. No son las sanciones, llamadas por ellos bloqueo, a propósito, por la dimensión que representa esta última palabra. No. Es el robo desmedido a la nación. Es el usufructo de los recursos. Es el permanente dolo al ciudadano, al que viaja y al que permanece. Es la destrucción malévola de las empresas públicas y privadas, es el escamoteo de la información, es la carencia de control alguno – vean el Plan Universidad Bella. No son las sanciones. Es la desmedida corrupción. La más grande de nuestra historia republicana. Esa que deberá ser erradicada o muy minimizada, como se planteaba Bolívar, hasta lo posible, perseguida y condenada. Una vez los logremos erradicar a ellos como el mal corrupto que también son.

 

 


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