Tanto la salud física como la salud democrática de Estados Unidos estuvieron altamente amenazadas en la última semana.

La pandemia alcanzó en todo el país niveles más altos que los de las curvas más pronunciadas de la primavera y el verano. Los muertos ya sobrepasan el cuarto de millón, y los estados centrales que no habían experimentado las crisis sufridas por Nueva York y California, reportaban angustia, ya no tanto por la carencia de equipos de protección o escasez de camas, sino por la insuficiencia de personal médico y de enfermeras. En la famosa clínica Mayo de Minnesota, hubo más de 900 casos positivos de COVID entre sus empleados, y como otros sistemas hospitalarios del país, está recurriendo a médicos y enfermeras jubilados, y a personal de investigación para atender pacientes. Entretanto, el presidente Trump pasa sus días en su club de golf de Virginia, cuando no está tuiteando que le robaron la elección.

La salud democrática estuvo a punto de requerir también sistemas adicionales de oxígeno, si no hubiera sido, por un lado, porque los funcionarios electorales republicanos de los estados donde perdió Trump han resistido sus presiones para que invaliden votos y tuerzan la voluntad popular, y porque, por el otro, jueces estadales y federales, incluidos algunos nombrados por el propio presidente, han desechado las demandas infundadas de fraude del inquilino de la Casa Blanca.

En el campo de la salud física, el pésimo manejo presidencial de la crisis del novel coronavirus ha hecho que para el momento en que Joe Biden asuma su mandato, con las condiciones actuales, la cifra de muertos sea de más de 68.200 muertos por día, 322.000 personas para esa fecha. Hasta ahora, no hay indicios de que las condiciones cambiarán. El presidente actual está desentendido de la crisis sanitaria, persiste la ausencia de coordinación de acciones entre el gobierno federal y los gobiernos estadales, el Congreso no termina de aprobar los recursos para ayudar económicamente a estados, municipios, a las pequeñas y medianas empresas, y a la población en general, y la población tampoco colabora con las medidas básicas de mitigación (portar la mascarilla y mantener el distanciamiento social), influenciadas por la politización que el mismo Trump hizo de su cumplimiento.

Afortunadamente, el esfuerzo científico de las empresas farmacéuticas ofrece una esperanza en medio de la tragedia. Las pruebas de Pfizer y Moderna indican que sus vacunas contra el coronavirus tendrán una efectividad de 95%; y si todo va bien en los procesos de aprobación para autorizar su distribución, ello podrá iniciarse hacia mediados de diciembre, con las primeras dosis dirigidas a los trabajadores de la salud. También ha habido progresos en las medicinas para el tratamiento de los enfermos.

La labor de distribución es ardua. Cubrir a 300 millones de estadounidenses va a alcanzar probablemente hasta mediados de 2021, incluso con la aparición de nuevas vacunas. Y entretanto, hay que proseguir con las medidas de mitigación y con campañas para aumentar la credibilidad de la efectividad de las vacunas, en un esfuerzo por cambiar la actitud frente a estos temas que ha sido sembrada desde la Casa Blanca.

En el campo de la salud democrática, la actitud ética de los jueces y de los funcionarios estadales republicanos (incluidos secretarios de estado y gobernadores) brinda esperanzas en cuanto a su restablecimiento. Todavía es injustificable la actitud de los líderes nacionales del Partido Republicano, específicamente del líder del Senado y de la mayoría de parlamentarios de esa tolda política, en no reconocer el triunfo de Jose Biden como presidente electo. La explicación que se ha dado para entender por qué no lo reconocen, a pesar de todas las evidencias, es el supuesto temor a la ira que desataría Trump por Twitter y otros medios contra cualquiera de ellos que se le oponga. Los silentes republicanos quieren seguir de buenas con quienes votaron por el actual mandatario, cuya mayoría piensa ahora que hubo trampa en las elecciones presidenciales.

Otra razón que se esgrime es que todavía está pendiente una segunda vuelta en enero para elegir los dos senadores de Georgia, que inclinarían hacia un lado u otro la mayoría en el Senado, con el agravante, o atenuante, según el caso, de que la Cámara de Representantes está del lado del presidente electo. Los legisladores republicanos sienten la necesidad de complacer al presidente hasta que la elección senatorial en Georgia se haya definido.

El silencio republicano es un arma de doble filo. En el caso de la elección de enero en Georgia, los mismos candidatos a senadores dicen que los votantes que Trump perdió en el estado podrían esta vez votar por ellos, si se desliga la campaña por el senado de la recién concluida campaña presidencial. Por otro lado, la insistencia de Trump en contestar los resultados en Georgia, aun cuando los votos allí se han contado dos veces (la última vez en forma manual), invita a la abstención de los votantes naturales del Partido Republicano, porque al creer que hubo fraude piensan que su voto no cuenta.

En lo que respecta al pavor a Trump, la falta de valentía republicana resta fuerza a los avances de la organización frente al presidente. El partido salió mejor parado que en 2018 en la elección legislativa, al ganar más escaños en la cámara baja y mantener hasta ahora la mayoría en el Senado. Por otro lado, como organización política de un sistema democrático representativo, su actitud cómplice con la terquedad de Trump, a la larga, va en su detrimento. En democracia, unas veces se gana y otras se pierde, y quienes compiten por el poder, por su propia supervivencia, deben poner por delante la preservación de los valores y tradiciones del sistema político del cual todos forman parte.

Finalmente, a partir del 20 de enero, con Trump fuera de la Casa Blanca, la fuerza de su bocina no será la misma. Seguirá teniendo sus millones de seguidores de Twitter y otras redes sociales, los canales de transmisión de «noticias» por internet y una variedad de sitios web continuarán arrojando mentiras y teorías conspirativas a su favor. Pero el papel que han asumido los medios tradicionales de comunicación en las tres semanas posteriores a la elección presidencial indica que la influencia del mensaje de Trump va a ser contrarrestada con fuerza por estos medios cuando deje de ser presidente.

En los últimos días, los medios impresos y audiovisuales norteamericanos han sido más directos en decir las cosas como son. Se acabaron las falsas equivalencias de darle igual trato a la verdad y la mentira, en nombre de la equidad informativa. Un ejemplo de ello fue la rueda de prensa que Trump quiso dar hace dos semanas para abundar en el supuesto fraude electoral. Al empezar a oírlo, los medios audiovisuales decidieron continuar con su programación habitual o desmentirlo a través de cintillos en la parte inferior de la pantalla.

A partir del 20 de enero, el presidente volverá a ser un ciudadano común y corriente, y el volumen de su vocería, en los medios más influyentes, en los medios a los que los políticos prestan más atención, se reducirá en unos cuantos decibeles. Es parte de la realidad que tendrán que sopesar los dirigentes republicanos desde ahora mismo, en función de sus propios intereses.

@LaresFermin


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