Hay un pasivo oculto (y tristemente justificado en medio del naufragio) con el cine venezolano. Es el de su historia y las historias que lo rodean, y las vidas de los que lo hicieron. En los ochenta la revista Encuadre dirigida desde el Conac por Carmen Luisa Cisneros comenzó a llenar ese vacío. A mediados de los noventa, la Cinemateca Nacional, presidida por Fernando Rodríguez, tuvo un vigoroso programa de publicaciones que empezó a saldar esta deuda con la revista Objeto Visual, y publicaciones de Alfredo Roffe, José Miguel Acosta, Ambretta Marrossu, entre muchos otros. Algunos títulos son ilustrativos: Fundamentos para una investigación del cine venezolano o Panorama histórico del cine en Venezuela (1896-1993) buscaban contextualizar y poner en la perspectiva histórica adecuada una industria que había llegado a su mayoría de edad. El punto es importante porque el patrimonio cinematográfico de un país está compuesto no solo por las películas que lo conforman, sino también por las reflexiones que suscitan.

De ahí que valga la pena saludar La sal de ayer, las memorias de Margot Benacerraf, que un sensible diálogo con Diego Arroyo Gil proponen. Por varios motivos. Si entendemos por clásicas aquellas películas que saben perdurar en el tiempo enlazando su presente con el de las generaciones que las verán décadas después, es obvio hacer entrar Araya y Reverón en esta categoría. Una (primera) nota al pie es que el libro es un pretexto para reverlas. Hay en el cuidado de los encuadres, el amor por la imagen y el acercamiento a una realidad ajena a lo cotidiano (el mundo de un artista, la geografía áspera de una península lejana), un empuje de las posibilidades del cine hasta sus extremos. Pero las dos películas son apenas emergencias en una vida dedicada al cine. Una vida de película. Otra nota al pie es que hay dos tipos de obras. En algunas el artista se oculta tras sus películas (y hay vidas de directores que son aburridísimas). En otras, la de Margot es el caso, la vida es (casi) tan atrapante como sus películas.

Y este es el segundo acierto de un libro que se lee de una sentada. Margot Benacerraf ha abrevado en el espíritu liberal del exilio español, ha compartido veranos con Picasso, momentos de exaltación surrealista con el muy austero y puntual Luis Buñuel (quien perfora una paella a perdigonazos porque sus invitados llegan tarde). Pero además está en París cuando la eclosión de la Nouvelle Vague dinamita todo el cine existente hasta la fecha. Y, ya de regreso en Venezuela, junto a Alfredo Roffe, Luis Armando Roche y algunos otros imprescindibles funda la Cinemateca Nacional. Una tarea de divulgación que continuará con Fundavisual y que sigue hasta ahora en otros formatos, a pesar de los pesares. La narración aborda también los proyectos no realizados, pero no se debe olvidar nunca que la obra y el imaginario de un director incluye también los filmes que no llegó a realizar. Entre ellos el caso de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada exige un espacio considerable, y el relato de la directora es muy factual y convincente. Cabe anotar que el episodio no es más que uno  en una larguísima lista de desencuentros de la obra de García Márquez con el cine.

Es el guion de Araya el que propone el título: “Hoy entregan la sal de ayer. La ronda no puede –no debe– detenerse”, el libro hace honor a esa frase. Propone no solo la ya anotada lectura apasionante sino un encuentro con la personalidad seductora, militantemente cinéfila de su protagonista, a quien Arroyo Gil deja hablar, respetando sus silencios. Es también, qué duda cabe, una mirada de tristeza a una Venezuela culta que recuperaremos algún día.

 


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