Después de un clásico cold open, la película alcanza su pico de máxima abstracción en una sección de créditos para la historia del género, consolidando a Zack Snyder como un experto de la técnica, incluso por encima de sus dotes narrativos, cuando queman las papas de los tres actos posteriores, donde el autor tiende a diluirse y marchitarse como un realizador zombie de los tiempos muertos de Netflix y HBO.

El reptante, detrás de la cámara, pierde fuelle en el estiramiento maximalista de sus planos, diálogos y set pieces.

El guion de Ejército de los muertos parte de una satírica revisión de los viejos argumentos del manual político de George Romero, situando la acción en una Viva Las Vegas, westeriana y acuarentenada como una ciudad del tercer mundo bajo el covid-19.

Podría ser Caracas o una Buenos Aires retrofuturista con una evidente intención de saquear el patrimonio cultural de las porno ruinas de Occidente.

Una imagen fija y nostálgica de la teen distopia, cuyo terror capitaliza el pánico ante la destrucción del tejido urbano, entre la decadencia del sentido histórico y la ausencia de porvenir.

El nuevo filme del realizador norteamericano eleva un parque jurásico con el ADN comercial y estético de tres referentes: la heist movie en plan de Oceans Eleven, la moral culposa de Casino de Martin Scorsese y la celebración millennial de los vestigios de la nueva comedia americana, representada en Hangover, la obra maestra coral de Tod Phillips.

Con ellas a cuestas, Ejército de los muertos concibe una prueba del laboratorio high concept de la familia Snyder, postrauma de La Liga de la Justicia.

En cristiano, la película resumirá el estado posmodernista de su director, al hacer otro collage pop con múltiples referentes malditos en proceso de domesticación y fagocitación industrial.

A veces parece una de humor irónico, como fusionando a la Marvel de Guardianes de la Galaxia con la DC barroca de Suicide Squad al límite de un ensayo sobre los usos y abusos del CGI, frente a un delirio de pantallas verdes.

El casting brinda un cierto anclaje a la cinta, proporcionando una galería de rostros carismáticos de la televisión y de un Hollywood de neoestrellas poco luminosas, por lo previsible y redundante de su repertorio.

Sucede como con el guion. Los actores cancheros, de la familia disfuncional, despiertan empatía y sonrisas en sus primeras apariciones. Después repiten chistes y tics, llegándonos a fastidiar.

Solo hay dos personajes interesantes, el interpretado por Dave Bautista y el hipnótico performance de la cantante francesa Nora Arnezeder.

Cualquiera se enamora de ella al instante y su rostro duro, como la coyote del anti-Team América, nos traduce una enigmática amargura.

Por supuesto, las chicas empoderadas cumplen una función de corrección política, así como la intervención del resto del reparto inclusivo.

En tal sentido, supone un acierto la contribución de la comediante LGBT Tim Norato, ocupada de encender un helicóptero para escapar del desierto de lo surreal en Nevada.

Los protagonistas deben encontrar el tesoro, un botín escondido en la zona de conflicto, antes de ocurrir el estallido de una bomba atómica, mientras los zombies acechan y atacan, remembrando un capítulo de Walking Dead sobre el capitalismo funeral.

El villano gruñe a toda hora y Snyder busca humanizarlo forzadamente con una trama de embarazo interrumpido.

Hay también una trama conspirativa de un asiático aliado al Pentágono, con el fin de instrumentar la tecnología del diseño zombie.

Pero todos son argumentos apenas enunciados y torpemente desarrollados.

La destreza para empalmar tomas en las balaceras de videojuego, se extraña en la innecesaria duración de dos horas y media.

Al conocer el desenlace paternalista y la típica promesa de reanudar el ciclo por el pecado de la codicia, empezamos a sospechar de los gerentes del casino zombie.

Habrá que estudiarlo como un bluff de nuestra época, como una pieza de la estafa piramidal que se acumula en Netflix sin más consecuencias que la integración de nuevos suscriptores a la aplicación.


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