“Te traigo estas flores, que corté por la mañana, son pruebas de amores de este corazón que te ama. / Te traigo estas flores porque no encontré palabras”.

Era la voz inconfundible de Julio Jaramillo, que esa tarde, nos había acompañado, con estridente volumen durante el trayecto, comprendido desde Las Tres Gracias, hasta la puerta principal del Cementerio General del Sur.

Nos bajamos, ella y yo del San Ruperto,  el autobús con la ruta más larga de Caracas, la circunvalación número uno.

Ella, estudiante de Psicología, espigada y bella como ninguna; yo estudiante de Arquitectura, enano y feo como nadie y ambos militantes revolucionarios.

Acudíamos puntualmente a cumplir nuestro compromiso político, con un grupo de niños en el barrio Las Quintas del Cementerio.

Manteníamos una escuelita en la casa de un vecino, con nuestros propios y escasos recursos.

Cruzábamos el camposanto saltando sobre las tumbas, que para el momento gozaban el cristiano respeto, que garantizaba el descanso eterno de los muertos.

Después, ni la paz de los sepulcros fue respetada.

La tranquilidad del cementerio desapareció en la medida en que la revolución avanzaba, se imponía el sincretismo religioso de paleros y santeros, que condujo a la profanación sistemática, de fosas y nichos para utilizar los restos, en los ritos nigerianos que nos llegaron con los cubanos que ocuparon los barrios, como un gesto del internacionalismo revolucionario.

Después de cruzar el camposanto, llegábamos al barrio, por un boquete en el muro, similar al que hicimos un grupo de estudiantes, al costado de la Facultad de Medicina para escapar del ejército, hacia la Escuela Técnica Luis Caballero Mejías, en los últimos días de la toma universitaria.

Al trasponer el hueco, como le llamaban los vecinos, los aparatos de radio de las humildes viviendas, nos envolvían nuevamente con las flores que andaba regalando Julio Jaramillo, melodía pegajosa que estaba rabiosamente de moda.

Empalagosa, rebosante  de cursilerías amorosa, que a nosotros, amante Ella de los Beatles y fanático yo de los Rolling Stone, nos parecía particularmente ridícula, sin saber que cincuenta años después sería una de las pocas piezas musicales que tendríamos en común.

Hoy nos reímos pensando en lo mal que lo hubiera pasado el meloso Julio Jaramillo si nuestro poético fiscal hubiera estado en funciones. El tipo, además del derroche de cursilería, “cortó las flores” porque no encontró palabras, seguramente nuestro poeta le hubiera acusado de ecocidio y secuestro de la poesía.

La revolución, utópica, no la real, se hacía así, con los recursos de los militantes, vigilados y perseguidos por los organismos de seguridad. Siempre creí que los que actuábamos a nivel urbano estábamos más expuestos que los del área rural.

Usábamos la “escuelita” como mecanismo de penetración de los sectores populares.

Como metodología, la de Paulo Freire, para enseñarles a leer con sus “propias palabras”:  la  “F” de fusil, la “E” de explotados, la “H” de hambre, la “G” de Gabaldón, un poco forzada, para hablarles de Argimiro, parte de nuestro incipiente panteón de héroes.

Qué mejor vehículo para adoctrinar a los padres que la “utilización” de sus hijos.

Dos veces por semana clases y los fines teníamos, con los adultos, weekend de círculos de estudios, cervezas, sancocho y cantos revolucionarios, con la guitarra de uno de los miembros del grupo.

A estas actividades domingueras se sumaban, religiosamente, los demás integrantes de la célula…

No cabe duda de que era una prédica tan efectiva y exigente como la de cualquier misionero.

Igual método usábamos en los sectores obreros y liceos, dos días, a las 6:00 de la mañana estábamos en La Yaguara o en Catia, armados con los folletines de Marta Harneker, y un periódico, de orientación obrera, cuyo nombre evocaba el tenaz afán de las termitas.

Intentábamos formar círculos de estudios y sindicatos.

En esta última actividad con frecuencia encontrábamos, vestidos con bragas de un blanco impecable, al grupo de un economista que hoy asesora a la candidata opositora.

De este barrio recuerdo a Rafael Parra, a quien vimos caer, caer del verbo morir, un Primero de Mayo en una manifestación en el barrio El Observatorio.

Bien o mal, no juzgo la actuación, pero sí reconozco la honestidad, el valor y el sacrificio con que se hacía.

Y entonces… ¿Qué pasó con esa revolución, con el sueño, la utopía liberadora?

¿Qué pasó?, ¿cuál fue la revolución que hicieron?

¿En qué momento el poder y la divisa imperialista sustituyeron a los libros, la música, la justicia, la ética y la moral revolucionaria?

Los predicadores ofrecíamos la redención gratis, el Mesías y sus apóstoles, inflaron tanto la factura, que dejaron al pueblo sin esperanzas.

Ahora, los mismos de antes, ofrecen la libertad.

La libertad del mercado, sin bolsas CLAP y sin bonos de guerra.

¿Permitirá la historia, en su terca sucesión de ciclos, el renacimiento de la utopía? ¿O serán los de esta generación sus verdugos definitivos?


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