El nuevo calendario de la Revolución francesa cambió el nombre de julio por termidor. Lo que Maximilien de Robespierre no sabía es que ese mes sería fatal y que el noveno día de termidor marcaría no sólo el final de su vida sino la liquidación del experimento revolucionario que lo trastocó todo en Francia desde 1789 a 1794.

Contra los que afirman que hay una serie de leyes que subyacen en los movimientos históricos, las 24 horas que decidieron la suerte de Robespierre y de la Revolución fueron el producto de una serie de hechos imprevistos y fortuitos que se escaparon al control de sus protagonistas. Así sucedió también con la repentina caída del Muro de Berlín, el atentado de las Torres Gemelas o la pandemia. Nassim Taleb bautizó a estos fenómenos imprevisibles como «cisnes negros».

No estaba escrita la caída de Robespierre, ni la reacción contra el Terror, ni el final de los juicios sumarios y de las ejecuciones de aristócratas en la guillotina. La mayoría del pueblo de París apoyaba a los jacobinos, pensaba que las condiciones de vida habían mejorado y creían en la legitimidad de la Convención y del Comité de Salvación Pública.

El mayor error de Robespierre fue creer que la virtud que él encarnaba sería suficiente para protegerle de cualquier enemigo y para asentar un poder que ejercía por su carisma personal. Su pésima valoración del juego de equilibrios políticos acabó por perderle. Hay algunos dirigentes muy cercanos que han sufrido el mismo espejismo.

Tras la depuración de los girondinos, la ejecución del radical Hébert y la eliminación de Danton y Desmoulins, Robespierre era en julio de 1794 el líder indiscutible del movimiento revolucionario. Pero veía conspiraciones imaginarias y se sentía amenazado por los miembros del Comité de Salvación Pública que discutían sus decisiones y le reprochaban su pretendida superioridad moral. Estaba convencido de que viejos compañeros como Collot, Billaud, Barère y Carnot querían llevar a cabo una contrarrevolución y pensaba que cuestionaban su poder. No era cierto. Siempre le habían respaldado en las iniciativas más polémicas, como las nuevas leyes de represión contra los enemigos del régimen. Y habían empezado a ser frecuentes sus desplantes y sus ausencias a las reuniones del Comité. También había sembrado la inquietud el control que ejercía sobre la Policía y los tribunales revolucionarios con hombres de su confianza al frente.

El detonante que provocó la crisis fue el discurso de Robespierre en la Convención y, horas después, en el Club de los Jacobinos, en la víspera del 9 de termidor. Repitió en ambos foros que había una conspiración en marcha y señaló sin citarles a sus compañeros del Comité. Esa misma noche se reunieron e intentaron buscar una solución de compromiso. Saint Just, el aliado y protegido de Robespierre, prometió una paz negociada que quedaría sellada en la Convención. Pero nada sucedió al día siguiente como se esperaba. Saint Just incumplió su palabra y el que subió a la tribuna fue Tallien, enemigo de Robespierre, resentido por el encarcelamiento de Teresa Cabarrús, su amante. Tallien había negociado esa noche con diputados de las facciones de la Montaña y la Llanura una moción contra Robespierre. Había interpretado sus palabras como una amenaza de muerte, algo que estaba lejos del ánimo de El Incorruptible.

La intervención de Tallien fue demoledora. Acusó a Robespierre de ser un tirano y de implantar el Terror para acumular poder. Le presentó como un personaje ambicioso y sugirió que quería abolir las instituciones revolucionarias. El presidente de la Convención no le dejo responder y Robespierre fue abucheado e increpado por una gran mayoría, entre ellos, sus amigos jacobinos. La tormentosa sesión acabó con la aprobación de la detención de Robespierre, Saint Just y Couthon, los tres líderes que marcaban la línea política del Comité de Salvación Pública. Fueron llevados a una prisión, aunque luego serían liberados por sus seguidores. Lo que sucedió esa jornada es que la Comuna de París y Hanriot, el jefe de la Guardia Nacional, se alzaron contra la autoridad de la Convención y proscribieron a sus 740 diputados. Llamaron a las secciones municipales y congregaron miles de hombres armados en la plaza de la Maison Commune.

Pero la Convención reaccionó y logró movilizar a buena parte de las secciones y la Guardia Nacional, que no secundaron las ordenes de Hanriot. Todo ello se hizo sin la participación de Robespierre, que estaba detenido e incomunicado. Cuando fue llevado a la Comuna, el líder jacobino se adhirió contra su voluntad a los rebeldes. Ni siquiera quiso firmar el manifiesto de rebelión a la autoridad legítima. Era muy consciente de que se estaba situando al margen de la legalidad. Todo acabó en la medianoche cuando Robespierre, Saint Just, Hanriot y sus aliados se quedaron solos en la sede de la Comuna. Varios cientos de hombres armados irrumpieron en el edificio y un disparo alcanzó a Robespierre en la mejilla. Visiblemente afectado y con la ropa ensangrentada, fue detenido de nuevo. Al día siguiente, subió al cadalso tras ser expuesto por las calles de París. La Convención ejecutó en unas horas a más de cien partidarios del hombre que había defendido el Terror como arma revolucionaria y como camino hacia el paraíso de la fraternidad, la igualdad y la libertad.

Todo lo que habían conseguido Robespierre y los jacobinos fue liquidado. Las leyes de la Revolución fueron derogadas, sus conquistas sociales se quedaron en papel mojado y el alza de los precios de los alimentos generó una terrible hambruna. El Incorruptible pasó a ser considerado un malvado y un tirano, algo que jamás había sido a pesar de su arrogancia. La caída de Robespierre ilustra sobre el dilema del que era muy consciente: o la Revolución seguía avanzando o sufriría una involución que restauraría el Viejo Régimen. Sucedió lo segundo porque el líder del Club de los Jacobinos inició un camino de depuraciones y de ejecuciones sin final. Todo el mundo era sospechoso de traición, incluso montañeses de pura cepa como Billaud y Collot.

El terror desencadena terror y fue el miedo lo que provocó la rebelión de un amplio sector de la Convención y del Comité contra un hombre con el que era imposible pactar porque se creía depositario de la virtud y de la razón revolucionaria. Se había convertido en un iluminado que despreciaba a sus compañeros y que se situaba por encima del bien y el mal. Fue un cúmulo de circunstancias y casualidades lo que causó su triste final en la guillotina a la que había enviado a millares de adversarios. El drama de Robespierre no fue provocado por sus abusos de poder ni por la falta de cualidades personales o ejemplaridad. Fue por su fanatismo, por desdeñar a sus oponentes y creer que él era la encarnación de la justicia y el progreso revolucionarios. Fue su soberbia lo que le perdió. Cayó en el mismo error que cometieron otros líderes históricos que pecaron de esa ‘hybris’ que tan bien conocían los griegos. La historia es la maestra de la vida, aunque en este país existe una memoria selectiva del pasado que olvida esta gran verdad.

Artículo publicado en el diario ABC de España


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