El cine es un organismo viviente y, como nosotros, sufrió los embates de la pandemia.

Prácticamente una gran audiencia lo abandonó, desde entonces, por la influencia del Covid y el cambio de modelo con el streaming.

Por algún momento, se pensó ingenuamente, que todo estaba acabado para la historia del séptimo arte.

Los analistas más agoreros anunciaron la muerte, se cebaron en los posteriores fracasos de la taquilla, y nada explicaron del contexto.

Para cierta Big Tech, era un tremendo negocio imponer la narrativa de la decadencia de la industria, por culpa de sus creadores y de sus pactos con el demonio del agendismo.

Los algoritmos y las redes magnificaban la crisis, para quedarse con toda la atención.

Ciertamente, el diseño temático perjudicó al box office, con varios malos de ejemplos de un filtro woke, hecho a la carta. Pero ver el problema solo desde allí, supone un error.

Hoy las masas vuelven al cine, por múltiples factores, guiados por la bomba publicitaria de Barbie y Oppenheimer.

De tal modo, se reencuentran con salas descuidadas y medio desactualizadas, en términos tecnológicos, donde falla desde el aire acondicionado hasta la logística para recibir a tanta gente, con escaso personal muy joven, mal pagado y no capacitado, en un país como Venezuela.

Se le piden, capaz, peras al olmo. Pero en todo caso, está bueno que sean los nuevos espectadores, los que cuestionen y se quejen por las condiciones de la exhibición, para que generen los cambios necesarios.

Es un asunto que llevamos tiempo analizando y ventilando los expertos en la fuente de espectáculos, sin que nos hagan caso, porque siempre se emplea el relato de “los críticos tóxicos que se quejan por todo”.

De modo que ahora vemos cómo los clientes reclaman legítimamente sus derechos, exigiendo las condiciones adecuadas para el pago de los boletos y los combos, nada económicos, por cierto.

En tal sentido, ocurren varias cuestiones. No pueden pagar justos por pecadores y hay diversos matices. La mayoría de las compañías ofrecen un servicio digno, a pesar de obtener ganancias mínimas, que impiden la reinversión en el mantenimiento de sus equipos y pantallas.

Otras empresas sobrevivieron de milagro a la pandemia y logran la hazaña de abrir sus puertas, con unos márgenes mínimos de beneficio que apenas justifican la operación.

Trabajan por amor al arte y debemos reconocerlos por ello.

En mi caso, les dediqué un documental: El año de la persistencia, alabando la tarea titánica de los tres circuitos de Venezuela, por superar el parón y la tragedia de la pandemia.

Así que como experto e investigador en la materia, considero que debemos reivindicar el trabajo de Trasnocho Cultural, Cines Unidos y Cinex, por su resiliencia para conservar el sueño, la ilusión de la sala oscura, tras la pesadilla del coronavirus.

En nombre del gremio, del que formo parte como Presidente del Círculo de Críticos, pido acompañamiento, paciencia y comprensión.

Estimo que los muchos defectos que existen, conseguirán una compensación, reparación y arreglo.

Soy optimista al respecto y resiliente como el medio.

De lo contrario, no estaría celebrando ver las salas llenas, con el fenómeno de Barbie y Oppenheimer, después de verlas solas y abandonadas durante los años difíciles del 2020, 2021 y 2022.

Me alegra que muchos retornen a la experiencia, que otros chicos la descubran por vez primera, en un país que ha asistido al horror de la caída dramática de sus consumos culturales.

De ahí que también hayan pocas herramientas estéticas y argumentales, para comprender al cine en su dimensión, fuera de los maniqueísmos habituales y los dilemas venenosos que diseñan los grupos de interés, para explotar políticamente la polarización.

Es un esquema que conozco, que sé cómo se maneja, y que prefiero ignorar, pues a los troles no hay que alimentarlos con su odio, si se les quiere combatir.

Actualmente, somos testigos de unos debates de sordos, acerca de la pertinencia o no de éxitos como Barbie y Oppenheimer, recurriendo a una serie de clichés de izquierda y derecha, para denostarlos, y por ende, descalificar al cine en su libertad de creación.

Es impresionante el esquematismo de la discusión, centrada en un conjunto de teorías dudosas e ideas pasadas de moda: el eterno conflicto entre arte e industria, la amargura de los boomers ante el disfrute de las generaciones de relevo por algo tan clásico como un blockbuster de vocación autoral(así como Star Wars y Tiburón, por ejemplo), las cruzadas monotemáticas y evangélicas de tirios y troyanos, al margen de cualquier centro.

No faltarán los haters de las redes que instrumentalicen los foros del momento, con el fin de desorientar el foco, reclamar cuestiones absurdas y regañarnos por ir a ver una película de conversación colectiva.

Ellos se lo pierden y su tono amargado, de rencor y resentimiento, pasará al olvido, será en vano.

¿Frivolidad, banalidad? ¿En serio? Lo mismo dijeron cuando se estrenó Rebelde sin causa, Psicosis, 2001, El Padrino e incluso Ciudadano Kane, desestimada en aquel entonces por “reduccionista” y “superficial”.

Hoy que tengo 22 años dando clases de cine y 25 como crítico, me causa gracia que me intenten persuadir del acabose que significa el éxito de Barbie y Oppenheimer.

Semejante esquema no tiene sentido, más viniendo de gente preparada.

De repente es que se continúa arrastrando el problema de una mala educación audiovisual.

Lo puedo entender. De pronto, una intelectualidad ha quedado desfasada para la comprensión de la actualidad, y hay que darla por superada, en el terreno cultural.

Sí constato que detrás de los condenadores e inquisidores, hay mucho de lugar común, de venta de humo, de populismo formado en la vieja escuela de Frankfurt, con aquellos caducos argumentos marxistas y benjaminianos, que consideran al cine una barbarie.

Allesandro Baricco debe estar tomando nota, en algún sitio, para refutarlos con un artículo de opinión.

Cabrujas, el padre de nuestra telenovela inteligente, se les reiría en la cara. Gubern, teórico del cómic y de los llamados géneros menores, les respondería con una gran sonrisa.

Me extraña leer a colegas enojados, los mismos que celebran ignotos y desprolijos experimentos en festivales, los mismos que antes defendieron la llegada de los movie brats y que hoy se enojan porque el cine ha vuelto a ser una fiesta que despierta razonamientos y emociones.

Algunos parece que olvidaron el manual de historia, que certifica el origen espectacular y plebeyo de la barraca cinematográfica.

Peor aún, les cuesta reconocer que Barbie es una cinta de una directora con una larga carrera que recibe el espaldarazo de sus pares como Tarantino o Nolan. En el extremo, han decidido que tampoco Nolan es digno de su oficio y que mejor que se dedique a otra cosa.

Me entero que ahora Sound Of Freedom es un baremo para medir la calidad cinematográfica. Una película que vi y que ya reseñé, con su éxito de taquilla y su modesta impronta indie.

Está bien. Una película de género con mensaje. Como tantas miles que hemos visto. Un fenómeno que leo como un mensaje positivo, que le dice a la industria que debe cambiar.

Igual que pasa con Barbie y Oppenheimer. Lo que escapa de mi completa comprensión es que se crea que hay que estar con unos o con otros. Y así no funciona el mundo del cine, que más que una guerra es una comunidad de intereses.

En tal sentido, entiendo que Barbie, Oppenheimer y Sound of Freedom pertenecen a una misma época de ruptura de una burbuja (la de las franquicias, los superhéroes y las propiedades intelectuales desgastadas) y de reinvención de sus códigos.

De manera que lo disfruto y analizo en su conjunto, sin buscar peleas imaginarias.

En última instancia, es buena noticia el 2023, la semana que vivimos. Justifica nuestro trabajo y brinda esperanza de resurrección, de alternativa, de salida de la crisis.

Por una crítica más proactiva y empática, que paralizadora y negadora de las experiencias ajenas.


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