Ha sido inevitable, a pesar que la historia durante cientos de años ha sido una suerte de bucle repetitivo, muchas naciones en el mundo no han aprendido que las libertades y los tiranos no se combinan fácilmente. Para ello, hay que hacer algo de memoria y recordar los acontecimientos acaecidos durante el siglo XX, con dos conflictos mundiales, la Guerra Fría y el surgimiento de gobiernos autoritarios en muchas partes del planeta. Además, con enfrentamientos de menor escala pero igual de sangrientos, como las hostilidades en Corea, Vietnam, algunos países africanos, en fin, en el cual los fusiles, las balas y las bombas estaban por encima de la comprensión, el respeto y la concordia.

Esos gobiernos, que tenían urticaria a la palabra libertad, justificaban su permanencia en el poder apelando al patriotismo, venerando muertos que tenían como logros el asesinato, el pillaje y la desolación, al mismo tiempo, se ensalzaba un nacionalismo hecho a la medida de sus bajezas, todo con el fin de controlar a través del miedo, el chantaje y el acoso a la sociedad. Estos oportunistas, convertidos en gobernantes, exitosos en la corrupción, el peculado de uso y el autoritarismo, con sus andanzas ensuciaban y ensucian el concepto de democracia.

Por lo anteriormente descrito, podemos afirmar que, inexorablemente los hombres y mujeres habían dejado de ser ciudadanos, para convertirse en esclavos de un régimen que les prohibía terminantemente cuestionar, pensar y actuar, para así producir cambios a una existencia plagada de necesidades. Los tiranos, para resguardar entonces sus intereses, acudían y acuden a la violencia, porque su mayor miedo es que otros desarrollen ideas que puedan producir cambios, porque saben que tienen poca fe en las suyas.

Sin embargo, ante esa realidad las personas se ven obligadas a bajar la cabeza y acatar a regaña dientes las directrices alocadas de sus gobernantes, ejemplo como el de Pol Pot y los jemeres rojos en Camboya, originando de esta forma una nueva casta de ciudadanos, los hipócritas y aprovechadores. Estos son aquellos que tras bastidores sueltan diablos y culebras en sus comentarios, pero a la luz pública son los fanáticos más destacables del régimen que supuestamente apoyan. Pero no desaprovechan la oportunidad de enriquecerse, sin dejar de participar en diferentes concentraciones políticas, arengando a la población que vivir en la miseria es amar a la revolución, al régimen, al caudillo, porque ser rico es malo, mientras ellos viajan en primera clase, poseen automóviles de alta gama y comen a la carta. En pocas palabras, necesitan de los miserables para mantener el status quo, por consiguiente, vivir en la prosperidad para una minoría, ahogados en la miseria para una mayoría.

Esto ha provocado en muchas personas que el miedo y el terror estén por encima de su dignidad, ya no hay determinación, ya no hay unidad posible, lo que manda es la ley del sálvese quién pueda. Cualquier movimiento, cualquier pensamiento, cualquier palabra, puede ser una sentencia que puede ser pagada con persecución, cárcel y en el peor de los casos, con la muerte, porque no hay que tener duda alguna, el poder político está organizado de tal manera, que su única finalidad es oprimir al pueblo.

Contextualizando nuestra realidad, esto nos lleva a la conclusión de que Venezuela tiene necesidad de libertad. Después de veinte y tantos años de revolución, es público, notorio y comunicacional la decadencia de los principios sobre los cuales fue fundado el movimiento bolivariano. Nunca fue una ideología coherente, nunca fue un proyecto para mejorar la calidad de vida de los venezolanos, nunca tuvo en sus principios la inclusión, la participación y la tolerancia. Solo fue una escuela para la creación de charlatanes, que ondeaban banderas del oscurantismo, el desconocimiento y la ineptitud, porque estos próceres en lo único en que han sido exitosos, es ahogar al venezolano en el mar de la ignorancia.

Otro punto a destacar es que estos tiranos del siglo XXI son capaces de cambiar la realidad, es decir, todo lo que sucede es culpa de otros, los revolucionarios están exentos de responsabilidades, porque los conspiradores no les permiten desarrollar sus potencialidades, por lo tanto las cosas que suceden en el país, son interpretadas en función de la conveniencia del funcionario de turno y no hay forma de rebatir esa mentira, creando una verdad arropada con el manto de la realidad mágico-religiosa, sumado a un culto exacerbado a la personalidad.

Ya no vale la eficiencia, ya no vale la responsabilidad, ya no vale generar paz y bienestar. Lo que vale es atornillarse en el cargo y poner de lado la eficacia, para sustituirla por la sumisión de sus subalternos y el temor de la población.

Por lo tanto, hay que decir las cosas por su nombre, como nación no hemos sido capaces de crear unas bases de país que se sostengan sobre el imperio de la ley y la autonomía de los poderes públicos, la libertad se ha convertido en una fábula y el libre pensamiento se castiga con cárcel.

Como sociedad, hemos optado por buscar soluciones a los problemas que nos agobian anhelando la llegada de un mesías, recuerdan a Hugo Rafael, que se convirtió a la larga en el más grande charlatán y embaucador de la historia contemporánea de Venezuela. Como venezolanos, no supimos valorar el rescate de la institucionalidad, la autonomía de los poderes públicos, la consolidación de la democracia, nada de eso, porque el comandante eterno y supremo, creyéndose inmortal, construyó una realidad para beneficiarse él y solo él, porque los demás estábamos por debajo de la esencia humana. Ahora, el sustituto hace gala de su analfabetismo funcional, pero con una recia formación de izquierda, que le impide ver más allá de las nubes del comunismo que conforman su intelecto. Para ellos lo que importa es aumentar el número de indigentes, buhoneros, niños abandonados y empujar a los venezolanos a salir del país, porque es el deber ser del paisaje natural de nuestras urbes y pueblos.

Engañaron a todos con su democracia participativa y protagónica, que a lo largo de los años mostró su verdadera esencia, que no es otra cosa que agresión, intolerancia, violencia, discriminación, persecución, terror y muerte. Desde que son gobierno, el único índice que ha crecido anualmente, hasta llegar a niveles de asombro, es en la inseguridad, expresada a través de la criminalidad, la conformación de bandas armadas capaces de paralizar una ciudad. La revolución bolivariana es copartícipe de la creación de estas pandillas, todos con la finalidad de mantener atemorizada a la población y ser usados como bandas de choques, bautizándolos como colectivos y todos sabemos de lo que son capaces.

Por su parte, las instituciones que deberían garantizar el imperio de la ley hacen gala de una soberanía conectada a los esfínteres, porque no toleran una llamada telefónica en la madrugada o el reclamo de algún jerarca del régimen, para actuar en consecuencia y optan por arrastrarse como forma de poner en evidencia su nula autonomía.

En lo que sí son eficaces nuestras instituciones es en su ineficacia, que llega a nivel del desespero, no hay forma ni manera de que puedan funcionar, porque al frente de las mismas se encuentran politiqueros que no tienen ni idea ni formación para hacer frente a tamaña responsabilidad, porque lo único que aparece en sus currículums es la talla de su franela con los ojos de Hugo Rafael y la capacidad que tienen para jalar bolas.

Ejemplos para ilustrar esa realidad hay muchos, pero hablando de manera general, es conocido por todos cuando nuestro maleable sistema judicial se tergiversa por el simple hecho de llevar a cabo sentencias que favorecen a los culpables y encarcelan a los inocentes, para luego ser utilizados como fichas de cambio. A su vez, crean leyes para toda actividad, en la cual su aplicación justifica las prácticas totalitarias de este gobierno.

Porque toda la funcionalidad del Estado venezolano, toda su capacidad de aprehensión y atención, está enfocada en un solo punto, que es tratar de mantener en el poder a una casta de ineptos que lo que buscan es perpetuarse en los cargos, por encima de la desgracia de toda una nación.

Como sociedad no hemos caído en cuenta que la dirigencia política en su totalidad es una casta de improvisados, porque creen que el llevar una camisa de un color determinado los hacen tener un halo de sabiduría y patriotismo, nada más alejado de la verdad, más bien es un menosprecio al resto de la sociedad que no comparten sus ideologías, pero como ciudadanos tienen mucho que aportar. Otros, por su parte, llaman razonamiento a encontrar argumentos para seguir creyendo lo que creen y justifican cualquier acción, aunque ésta pase la frontera de lo legal, porque, aunque nos duela, la estupidez insiste siempre.

Esto nos ha llevado a la conformación de la república de los idiotas, con presidentes imprescindibles, megalómanos, vanidosos y mesiánicos. Que viven en su propio mundo, arropados por una realidad alejada de la verdad, inconscientes de sí mismos y de su existencia, pero hábiles en transitar por el vacío de sus palabras y de su incoherente ideología, vendiendo esperanzas a diestra y siniestra, pero a la vez escudándose en la duda porque no toleran lo devastador que es la verdad. No hay más que decir, con ignorancia no hay pluralismo, con ignorancia no hay libre albedrío y la única forma de revertir ese estado es apelar a la libertad y a la tolerancia, para poder hacer lo que hay que hacer, que es rescatar la democracia.


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