Existen momentos en la historia donde todo parece terminar tras un cuadro de catástrofes y situaciones extremas. En las diferentes sociedades organizadas la hecatombe luce como un destino manifiesto, donde, sus más notables mentalidades sortean y elucidan fórmulas, medidas, planes, proyectos o conceptos para evitar la ruina. Se puede leer que este acápite ha correspondido, como perfecta clepsidra, en el señalamiento de la hora menguada para cada espacio histórico. Por ejemplo, Suetonio, narrando la historia de los doce césares, apela al lenguaje fatalista, implorando a Júpiter por un futuro más preclaro mientras una riquísima prosa expone las particularidades de la sociedad romana en la transición hacia el dominado. Los antiguos cronistas chinos, posterior a la época de la república romana, también hicieron lo suyo. En el medioevo el relato lleva impregnado un cejo épico, liberador del oscurantismo, que motivó a más de uno para embarcarse hacia el Jauja y la Arcadia. Inclusive, Sebastián Brandt, en su Stultifera Navis, cuenta de las promesas que le hacían a los locos durante su trayecto por el Rhin hasta terminar en ese país de fantasía, sin dolor ni sufrimiento. Ni se diga de los quidam que levantaron la historiografía de los pueblos indígenas americanos en las diferentes misiones religiosas. Sin embargo, tras una evaluación, existe una idea troncal a todos: en esas dificultades se recurre a la creatividad humanística, artística, ética y científica.

Con la irrupción y configuración definitiva de los Estados-Nación en los siglos XVI y XVII, aunado a la creciente influencia de los descubrimientos geográficos y científicos renacentistas; los nuevos actores e ideas deciden también articularse en ciertos conceptos que marcarían las dinámicas del porvenir. Una de estas nuevas cosmovisiones centró sus esfuerzos en concebir la denominada “República de las Letras”. Según el R.P. José del Rey Fajardo sj., ésta era “(…) Una comunidad integrada por sabios cuyo pensamiento se desarrollaba más allá de las fronteras políticas y religiosas. Y a esta corporación la aglutinaba un ideal de fraternidad que tomó fuerza con el nacimiento de los Estados Nacionales y sobre ella quería reposar la unidad de la Christianitas. Sus horizontes humanísticos debían garantizar a estos ciudadanos republicanos una doble nacionalidad: la de la nación en la que hacían vida y el Estado imaginario de los sabios (…)” (Rey Fajardo, José del. La República de las Letras en la babel étnica de la Orinoquia. Caracas, Academia Venezolana de la Lengua, 2015, p. 22).

Durante la epopeya de independencia, muchos de los padres libertadores hicieron alusión a este Estado imaginario para convencer a la población de las bondades de separarnos de una vez por todas de la corona española. En otros ámbitos, la República de las Letras fungió como uno de los mejores catalizadores para contrarrestar efectos negativos que conlleva una ruptura, los extremos y las revoluciones. ¿Pero, además de ello, se puede conseguir otros efectos? La respuesta es afirmativa, ya que, más que idealizar o fingir la existencia de un Estado ideal, lo más relevante es que a través de éste servía como base conceptual para comprender: 1. La realidad tal cual como es. 2. Las mentalidades de la ciudadanía tal y como se comporta sin amedrentamiento o falsificaciones. 3. Las falacias que siempre envuelven a cada sociedad y las enceguecen. 4. Las probabilidades reales de salir de dichas mentiras institucionalizadas; y, 5. El plan operativo para cumplirlo con su consabida evaluación sin convertirlo en un fetiche metodológico con el que se premia o castiga su adhesión o separación.

La literatura política que analiza la etapa independentista corrobora de la existencia de un koiné en este territorio imaginario pero con fuertes efectos en las élites que construyeron las nuevas naciones americanas. Todos sabemos que es peligroso jugar al terrible solaz de la ingeniería social, tan igual como plantarle una revancha infantil a un régimen dictatorial.  Los potenciales daños siempre aparecen antes que los prometidos dividendos de una patria feliz. Entonces, se suplica por ese sueño que parece acariciar toda una sociedad: la república. En ella cabemos todos y no existen ni señores ni vasallo, por lo menos, en su formulación teórica. Güelfos y Gibelinos, por muy encendidas que sean las brasas ideológicas, no se atreverían a golpear sus bases, pues, es la amplitud republicana de donde surgen sus fuerzas para mantener la disputa. Además, la república siempre encuentra los mecanismos y artilugios para que un sistema de contrapesos contrarreste las amenazas permanentes de quienes en su naturaleza poseen más poder político o capacidad patrimonial para mover la balanza pública hacia la protección de los mismos o el establecimiento de condiciones que multipliquen sus aforos e influencia.

Nuestra crisis actual previene precisamente del alejamiento, de quienes llevan la responsabilidad por mantener al país funcionando, de esos ideales republicamos que alimentaron el sueño independentista. Nos explicamos. La crisis vigente deriva no de la quiebra de los números financieros del Estado, del desorden en el presupuesto público o la corrupción. Tampoco tiene su raíz en que un grupo ha hecho lo imposible para quedarse con el Poder Público y hacer de éste su más sumiso instrumento de imposición ideológica. La verdadera raíz proviene del agotamiento de un modelo conceptual que nos establezca el lenguaje común para resolver los grandes problemas nacionales. Y debo decir -quizá como consuelo de tontos- que ni siquera el orbe occidental encuentra una forma para plantearnos las nuevas reglas y dinámicas del porvenir. En estos casos nada más íntimo a la naturaleza de la República de las Letras que el lenguaje común.

¿Cómo, entonces, tomo las ideas necesarias para construir ese nuevo lenguaje que sortee cualquier problema en Venezuela? Pasa por varios puntos, siendo el primero, la necesaria sinceración sobre lo que hemos sido como Estado, sin moralizar, lo que sirvió y no funcionó en la construcción del país. Segundo, sin dejar a un lado las convicciones morales, filosóficas, políticas, ideológicas o pragmáticas, debe tomarse la valiente decisión de abandonar esas cómodas posturas de cíclope que nos hace sentir fuertes pero que a fin de cuentas es por el inmenso tamaño del iris de ese único ojo por el cual vemos, el que la visión sea distorsionada en sus magnitudes. Tercero, entender que no es el enfrentamiento (dialéctica) ni mucho menos el tactismo (análisis) con el otro el que me permitirá encontrar la llave para solventar toda la crisis. Esto sería perderse en cientos de batallas con victorias pírricas y pérdida de valiosos y escasos recursos. Cuarto, reconocimiento del otro, entendiendo que sin los que piensan diferentes a mi poco o nada puedo aportar. En este punto, se reconoce quien ejerce lo que un sector del liberalismo denomina “fatal arrogancia”, que no es más que creerse superior al otro por el solo hecho de pensar una idea. Los supremacistas -sean de izquierdas, centro o derechas- sencillamente son personas que demuestran su estulticia moral e incapacidad para dialogar.

Aunque suene paradójico, la última vez que fue convocada la República de las Letras en Venezuela, fue durante el último tramo del gomecismo (1925-1935). Hace un siglo para ser exactos. Basta con leer la literatura de quienes conducían al país en sus diferentes ámbitos y podrá deducirse la existencia de un lenguaje común, que en su momento sería la creación institucional.  Las instituciones -dictatoriales o no- fueron el centro de las soluciones para sacar adelante un país que durante casi todo el siglo XIX estuvo pisoteado por la barbarie, la guerra de baja factura y la fragmentación. Estas instituciones serán potenciadas con la irrupción de una pletórica renta petrolera que las dotaría de capacidad material para construir desde escuelas hasta las actuales reglas sobre el presupuesto público. Los desarrollistas de las décadas de los 50 y 60 del siglo XX encontraron en nuestro país un Edén en esas nociones de instituciones fuertes con capacidad material para cambiar la realidad. Esto encontraría un punto de quiebre en 1983 con el fin del mito invencible de las instituciones opulentas.

Nuestra crisis es precisamente el agotamiento de las instituciones para mantener articuladas en una sola nación todo el país. El agotamiento conceptual al que hicimos alusión nos lleva obligatoriamente a la necesidad de un nuevo lenguaje republicano. Este lenguaje no está referido a las lenguas y gramáticas que recorren nuestro mundo, ni siquiera, con una reforma profunda al español. El lenguaje conceptual debe ser el resultado de lo que la República de las Letras convoque. Un nuevo léxico, con sus gramáticas, retóricas y lógicas que nos repotencien las instituciones, fortalezcan al ciudadano, renueve los idearios políticos, reencanten las bondades del Estado de Derecho, y por sobre todo, enarbolen los más elevados ideales que nos protejan durante el trayecto de los próximos 75 años que quedan de nuestro siglo XXI. He allí nuestro reto como generación.

 


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