Ilustración: Juan Diego Avendaño Rondon

Acaban de celebrarse en Francia las elecciones parlamentarias. Pocas veces el evento, que se repite cada cinco años y que (desde 2002) sigue a la del presidente de la República, ha despertado tan poco interés dentro como fuera del país. Se debe a la opinión previamente imperante sobre la renovación de una mayoría (relativa) de quienes apoyan la gestión de Emmanuel Macron y a la preocupación que causan los problemas económicos y la guerra desatada por Rusia en Ucrania. Pero, la escasa atención que se le prestó fuera refleja también la disminución de la influencia francesa en el mundo.

En ciertos momentos de la historia, algunas ciudades o pueblos marcaron el destino de la humanidad (o de grandes grupos humanos con los cuales entraron en contacto). Se convirtieron en guías de la historia. Lo hicieron a través de sus relaciones comerciales o mediante la propagación (pacífica o violenta) de sus creencias religiosas o de sus ideas sobre el mundo y la sociedad o por la imposición forzosa de la sumisión política (con o sin ocupación territorial). Por medio de cualquiera de esas u otras formas (con frecuencia acompañadas del mestizaje) produjeron nuevos tipos humanos, aportaron ideas o creencias, instituciones, conocimientos científicos o instrumentos de utilidad, costumbres y maneras de ser o dejaron testimonios materiales. A través de tales procesos se originaron las grandes civilizaciones o se establecieron extensos imperios o se fundaron religiones, algunas con vocación universal. Por eso, su influencia perduró o perdura en el tiempo.

Algunos de esos pueblos o sus entidades políticas tuvieron al mismo tiempo la fuerza para imponerse por largo tiempo en una extensa geografía. Pero, su dominio no se fundó realmente en el poder militar. Su influencia sobre otros fue intensa y general porque se ejerció sobre los espíritus y se tradujo en  instituciones políticas, culturales y sociales algunas de las cuales subsisten en nuestros días. De Egipto se conservan además de impresionantes edificaciones, ideas políticas básicas (como la necesidad del poder central); y de Roma no sólo las obras que requerían los servicios públicos sino los conceptos fundamentales de los sistemas jurídicos posteriores. No hubo ejércitos para garantizar la transmisión de los preceptos que Israel derivó de la reflexión sobre la persona ni de las ideas sobre la sociabilidad y la dirección del grupo que los filósofos  griegos descubrieron en la observación de la sociedades de su tiempo.

Karl Jaspers (Origen y meta de la historia. 1949) introdujo el concepto de era axial para identificar el tiempo (800 a 200 a. C) durante el cual “se establecieron simultánea e independientemente” en varios lugares (China, India, Persia, Judea y Grecia) «los cimientos espirituales de la humanidad”, sobre los cuales “todavía subsiste hoy». También determinó las personalidades paradigmáticas que tuvieron profunda influencia en el pensamiento (religioso, filosófico, científico) de aquellas sociedades, así como las características comunes de las mismas. Sin embargo, con posterioridad, en ciertos momentos han ocurrido en lugares distantes otros movimientos “espirituales” diferentes que produjeron también amplios cambios en el curso de la historia. Aunque algunos pueden considerarse derivados del desarrollo de los mencionados arriba, otros eran “originales”; pero, dado el acercamiento progresivo de todos los pueblos (por el comercio, las guerras, los avances científicos, el deseo de aventura) difícilmente pudiera imaginarse la inexistencia de vinculación entre ellos.

En los movimientos de los tiempos posteriores ciertos países tuvieron papel destacado. Marcaron el destino de varios pueblos o de grandes regiones. Así, entre los siglos VII y IX se produjeron, entre otros acontecimientos, la centralización efectiva de China, el comienzo de la expansión árabe y las reformas carolingias que tendrían consecuencias en la demarcación de las áreas de dominio futuras. Casi mil años después entre los siglos XVI y XVIII apareció una nueva concepción del hombre y del mundo, se inició el gran desarrollo de la ciencia, surgió el sistema capitalista, ocurrieron las primeras revoluciones liberales y al otro lado del Atlántico se formó un nuevo tipo de Estado. A finales del período, se extendió un espíritu renovador, el de la Ilustración, que propició los cambios que permitieron ampliar la libertad del hombre y darle participación en la realización de su destino. Parte de ese proceso tuvo lugar en Francia.

Desde el siglo XVI los pensadores franceses (François Rabelais, Miguel de Montaigne, René Descartes) fueron leídos por mucha gente. En el siglo XVIII la influencia de otros fue determinante  en la evolución del mundo. Se expresó inicialmente a través de un movimiento – La Ilustración – que se hizo sentir en Europa y América y luego en los otros continentes. El barón de Montesquieu, Jean Jacques Rousseau y Voltaire, así como los Enciclopedistas (Denis Diderot y J. B. D’Alembert), dieron fundamento teórico a las aspiraciones de cambio que se manifestaron durante las llamadas revoluciones liberales. Se tradujeron en la proclamación de los derechos del hombre, la soberanía del pueblo, la organización democrática del estado, el ejercicio de las libertades políticas. Posteriormente, su influencia se extendió a la cultura, las ciencias, el arte. Francia fue así, tal vez, el primer centro moderno de proyección global (en el mundo en todos los campos).

Resulta interesante señalar que esa influencia se hizo mayor cuando ya Francia no era la gran potencia militar de los siglos anteriores. Incluso, después de la derrota de Sedán (1870). Y se mantuvo hasta mediados del siglo XX. Su visión universal era apreciada y su voz escuchada en todos los ámbitos. Por un tiempo más, siguió siendo “guía” para buena parte del mundo. Después, reconocida entre los grandes (miembro del consejo seguridad de la ONU con armas nucleares propias), sustentada en una economía fuerte (entre las primeras en PIB) conservaba lugar preeminente entre las naciones. Esa posición, sin embargo, se fundaba en su riqueza cultural,  intelectual y, aún más, espiritual. Por eso, en 1948, fue escogida como sede de la Unesco. Todavía en las décadas inmediatas acogió a movimientos de vanguardia de todo tipo – como los de 1968 – que pretendían asegurar una mayor libertad para el ser humano.

Ninguno de los candidatos se refirió al papel de Francia en el mundo. El tema parece no interesar a los dirigentes ni a los ciudadanos. Muchos apenas lo mencionan y algunos temen sus costos financieros. Los acosan problemas inmediatos. En realidad, el problema viene de lejos: al terminar la Gran Guerra apareció como una de las potencias vencedoras; pero, su esfuerzo heroico la debilitó y sólo la gesta de De Gaulle la hizo aparecer entre los vencedores de 1945. Aunque participó en la creación de las nuevas instituciones (Jean Monnet y Robert Schuman figuran entre los “padres de Europa”), pronto renunció a los sacrificios que impone el liderazgo. En verdad, no existe un programa integral – sólo ideas – en la materia.

La decadencia de la influencia política francesa forma parte de un fenómeno mayor: el del repliegue espiritual. Por siglos la elevación de  la condición del hombre constituyó el principal motivo de impulso. Así, el “resurgimiento” de la concepción judeo-greco-cristiana, que se inició precisamente en la época carolingia, produjo iniciativas de orden religioso, intelectual y cultural, que se proyectaron lejos y adquirieron valor universal. El mejoramiento progresivo de las condiciones de vida, sin embargo, llevó al abandono del espíritu y la negación de Dios. Se impusieron el materialismo y el hedonismo. Se olvidó el sentido de búsqueda, que despierta la innovación, siempre atractiva. Ahora las ideas novedosas, como las vanguardias, surgen en otras geografías, adonde acuden quienes quieren marcar la historia.

Notable es el repliegue del catolicismo francés. Mostró nuevo vigor antes de la última guerra. Sacerdotes y laicos promovieron la preocupación por los problemas del hombre en la sociedad contemporánea. Pensadores (como Jacques Maritain o Emmanuel Mounier) influyeron en la renovación de la Iglesia y la creación de movimientos orientados en su mensaje. No faltaron quienes (como Charles Peguy o Paul Claudel) recordaron que el compromiso con el mundo no impide una intensa espiritualidad. Sin embargo, en las décadas recientes el catolicismo, perseguido por sus miedos, parece preferir las catacumbas, como si el laicismo exigiera una religiosidad limitada al interior. No obstante, existen muchas expresiones que indican la persistencia de una fe viva, recia, como la de De Gaulle.

En el último medio siglo, al tiempo que se retiraba de sus antiguas colonias, Francia se replegó sobre sí misma. Esa tendencia se ha acentuado: cada día es mayor el interés por los asuntos internos, mientras aumenta el temor a la intervención en asuntos ajenos. Pero, al renunciar a una presencia más activa en el mundo, Francia abandona algunos de los valores que se derivan del humanismo: el universalismo y el compromiso. Prefiere el relativismo y la neutralidad. Deja de ser fiel a su espíritu que la llama a ser guía, una nación que siempre “tiene algo que decir”.

* Profesor titular de la Universidad de los Andes, Venezuela.

 

@JesusRondonN


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