Escribo este artículo con un sentimiento de alarma: la campaña gubernamental, a la que se han sumado voceros de distintos sectores de la sociedad, ha ganado algún terreno en el plano internacional. En conversaciones con funcionarios y políticos de varios países, me encuentro con que, en algunos casos, hay la percepción de que Maduro está cediendo, que se ha puesto en camino para entrar en el carril de las conductas democráticas y que, llegado el año 2024, participará en los comicios presidenciales y reconocerá el resultado que arroje la voluntad de los electores. En el relato de esa fantasía, Maduro se enfrenta a los radicales, neutraliza a Cabello y acepta su derrota.

Cuando uso la palabra campaña no exagero. Se trata de un esfuerzo sistemático, que hace uso de un conjunto de herramientas y recursos de la comunicación. Pondré algunos ejemplos. Se financian viajes de “expertos” que repiten una especie de cartilla de tres puntos: uno, hay una mejora del estado de la economía, que se refleja en el incremento de la oferta de productos y del consumo; dos, el gobierno ha disminuido sus prácticas de persecución a los opositores y a los medios de comunicación; las negociaciones con la petrolera Chevron, principalmente, pero no exclusivamente, producirá un incremento de la producción petrolera y de los ingresos.

Se distribuyen en ámbitos diplomáticos, en multilaterales y a políticos de Iberoamérica, informes ejecutivos y presentaciones provenientes de los supuestos estudios que realizan las encuestadoras amigas, que coinciden en señalar un grave descrédito de toda la oposición, de forma simultánea a una paulatina mejoría de la opinión hacia el gobierno. De acuerdo con estas proyecciones, la popularidad de Maduro y su gobierno es superior a la de la oposición democrática.

Hay algo más: he tenido la oportunidad de ver un “informe cualitativo de la opinión pública venezolana”, una breve recopilación de tuits y declaraciones de prensa, de historiadores, locutores, alacranes, seudoalacranes, empresarios a los que se les han despertado los apetitos políticos, comentaristas que hacen el elogio de los emprendedores, especialistas en autoayuda, reseñistas de casos exitosos, profesionales que cobran en dólares y más, todo ello mezclado sin rubor y con descaro, como demostraciones de que las cosas van cada día mejor en Venezuela. Con los tuits y las declaraciones provenientes de 3% de la población ―porque de eso se trata, de 3%― se está construyendo una matriz de opinión cuya finalidad no es otra que decir, no que el país mejora, sino que Maduro mejora. El objetivo es la potabilización de Maduro.

Esta operación comunicacional de la dictadura ―que mantiene presos políticos y los tortura, mientras realiza operaciones militares conjuntas con las narcoguerrillas y declara su apoyo al criminal que  asesina impunemente a inocentes en Ucrania― consiste en esto: aseverar que las realidades de la pequeña la burbuja económica (en lo primordial, una burbuja caraqueña que se escenifica en zonas específicas de tres municipios) son realidades nacionales.

Miente el gobierno y mienten sus acólitos: lo real, la escandalosa verdad, es que 95% de la sociedad venezolana vive en estado de pobreza/empobrecimiento. ¿Como consecuencia de qué? De que el régimen destruyó una parte considerable de la estructura productiva venezolana. Acabó con empresas y empleos ―expropió, cerró, ahogó y arrinconó a industrias y empresas de servicios―, para imponer un control sobre el funcionamiento de la sociedad.

Que devuelvan el Sambil La Candelaria a sus propietarios; que autoricen de facto la dolarización de la economía y pretendan ahora sacar provecho de ella a través de impuestos; que existan en el territorio un centenar de bodegones; que haya crecido la oferta de productos importados para beneficio de 3% de la población; que se abran tiendas de lujo para que chavistas y enchufados inviertan sus excedentes en dólares; que prosperen restaurantes a 150 dólares/promedio por comensal; que aparezcan servicios o productos para familias con capacidad de pagar en dólares los precios más descabellados; que los precios de los alimentos más básicos sean entre 6 y 10 veces más altos que su promedio internacional; o que pululen enchufados dispuestos a pagar 150 dólares por una botella de whisky, no es un indicador de prosperidad, ni es equivalente a un incremento del poder de compra, ni mucho menos puede servir de argucia para afirmar que las realidades económicas y sociales han dado un giro y, colmo del cinismo, afirmar que el régimen ha virado su ruta y que se dispone a reducir las penalidades ciudadanas.

Lo que sabemos: el discurso de los propagandistas del falso bienestar, los vendedores de la falsa burbuja nada dicen de los secuestros y desapariciones forzadas; nada de quienes permanecen detenidos solo por disentir; nada del hambre que campea en todos los estados; nada de las muertes en hospitales; nada de los pacientes que deben dializarse o recibir tratamientos para enfermedades crónicas y no pueden por falta de insumos; nada de la entrega del territorio a grupos de la narcoguerrilla como refugio y para la realización segura de operaciones delincuenciales (señalamiento que acaba de ser ratificado por Laura Richardson, jefa del Comando Sur de Estados Unidos). Nada de la pérdida de libertades, nada de ausencia de medios de comunicación, nada de la alianza entre pranes y jefes del chavismo, nada de la destrucción de la Amazonia, nada de las bandas que asolan la cotidianidad de millones de familias. Ni una palabra sobre el estado de los derechos humanos en Venezuela. Nada, como si no existieran, de los casi 7 millones de venezolanos que hemos sido forzados a huir de Venezuela o a exiliarnos.

Mentiras y silencios, en resumen, una canallada cuyo producto final no es otro que el fortalecimiento del régimen.


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