La tensión entre las razones epidemiológicas y las económicas sobre por qué sostener o cuándo y cómo desmontar el confinamiento ha sido representada impactantemente en la imagen de un tsunami:  la primera ola, enorme, es la pandemia; la que le sigue, aún más grande, es la de la recesión económica. Esto ayuda a imaginar la magnitud de las dos crisis y la acumulación potencial de sus efectos, pero no sus magnitudes y consecuencias, según cómo y dónde van llegando, ya en realidad juntas y con otras más. Entre ellas ya se siente una corriente aterradora que, si nos atuviéramos a las páginas menos leídas de estudios sobre democratización de hace tres décadas, se presenta como una fortísima resaca que añade turbulencias mayores al pronóstico.

Cada día, literalmente, es más justificada y grande la preocupación mundial por la acumulación de violaciones de los derechos humanos que en medio de la pandemia se manifiestan no solo en excesos en las medidas de confinamiento y control sino, mucho más gravemente, en la profundización de prácticas autoritarias que se multiplican al abrigo de la emergencia: en regímenes ya reconocidamente autoritarios y en los que van transitando a serlo. Esto sucede sobre el mapa que han trazado varios y muy respetables índices internacionales sobre la pérdida de democracia en el mundo, en una heterogénea oleada autoritaria que, agitada por la pandemia, alienta con nuevos bríos el desdén por los derechos humanos y el propio Estado de Derecho.

No han faltado los llamados internacionales de atención sobre esto. Conviene recordarlos porque están en ellos los criterios para anticipar la magnitud de los daños y actuar para prevenirlos, evitarlos o, al menos, reducirlos.

Para comenzar, las medidas restrictivas de derechos deben ser legales, limitadas en el tiempo, necesarias según criterios científicos y de protección integral a las personas. En ello han venido insistiendo desde comienzos de marzo las Naciones Unidas desde la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos con llamados y difusión de pautas, los relatores y expertos independientes en el marco del Consejo de Derechos Humanos, y la Secretaría General. En el mismo sentido, dentro del sistema interamericano, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, a partir de un comunicado inicial, estableció una sala de coordinación y respuestas cuyas observaciones dieron lugar a la aprobación de una resolución que precisa derechos ciudadanos y obligaciones gubernamentales, mientras que la Corte adoptó una declaración que reitera los límites a las restricciones en un detallado inventario.

El inventario incluye la garantía de derechos fundamentales, como el derecho a la vida y la salud en condiciones dignas, pero también de otros que requieren atención especial en la situación presente. Por ello se insiste, entre muchas indicaciones, en la precaución y proporción en las medidas de contención por agentes de orden público, la atención sin discriminación a medidas de mitigación del impacto social y económico, el derecho de acceso a la información veraz y confiable, así como a la justicia y medios de denuncia. He allí el examen mínimo cuyos resultados revelan en tantos países la magnitud de la recesión democrática y la importancia de atenderla.

“Las facultades de emergencia no deben ser armas que los gobiernos puedan usar para aplastar la disidencia, controlar a la población o prolongar su estancia en el poder (…) Esos poderes deben usarse para afrontar eficazmente la pandemia; nada más, aunque tampoco nada menos”, para resumir el argumento con palabras de la alta comisionada Michelle Bachelet.

Ese nada más ni nada menos define un equilibrio crítico, más lejano cuanto menos democrático o más autoritario es el régimen político. De esto último es cada día más indiscutible evidencia  el caso de Venezuela, como lo viven cada vez más sufridamente los venezolanos, lo recogen bien documentados informes de organizaciones no gubernamentales sobre todas las facetas de la crisis y como se ve reflejado en dos recientes declaraciones de expertos y relatores del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, el 30 de abril y el 6 de mayo. De su lectura y de todo lo anterior parece más que razonable concluir que no es posible atender la crisis humanitaria desentendiéndose de la crisis política, como tampoco lo es separar la recesión económica de la recesión democrática.

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