Latinoamérica toda vive un momento político singular. Es un momento que se caracteriza por su estado de alta tensión. Las fuerzas de un comunismo anquilosado batallan por imponer una forma y manera de gobierno anclado en un pasado remoto que, en definitiva, es expresión de franco retroceso y decadencia. Experimentamos, pues, lo que el filósofo y pensador José Ortega y Gasset (1883-1955) denominó La rebelión de las masas. Así tituló el gran maestro español el libro en el que desarrolló su singular tesis, el cual fue publicado en 1929.

Es imposible, entonces, hablar de casualidades. Las sucesivas protestas que se han escenificado en Ecuador, Chile y ahora en Colombia son aldabonazos que nos obligan a no pasar por alto y a profundizar sobre una situación que va más allá de los países antes indicados. En tal sentido, es necesario resaltar que su origen es de larga data e involucra a toda la humanidad. Se trata del advenimiento de las masas al pleno poderío social. De allí que sea necesario adentrarnos en el fenómeno relativo a la rebelión de las masas.

A través de su dialéctica, Ortega nos resalta que la sociedad es siempre una unidad dinámica de dos factores: minorías y masas. Las minorías están representadas por individuos o grupos de individuos especialmente cualificados, mientras que la masa es todo su contrario. Pero aquí él introduce un elemento resaltante: masa es “el hombre medio”, independientemente de su posición económica o social. Así, la división que hace el filósofo de las dos clases de criaturas es tajante: por un lado, las personas que se exigen mucho y acumulan sobre sí mismas dificultades y deberes y, por la otra, las que no se exigen nada especial, ni hacen esfuerzo de perfección sobre sí mismas. Conforme a lo expuesto, dentro de cada clase social hay masa y minoría auténtica.

Pero antes de seguir adelante se impone hacer referencia a una significativa precisión que nos hace el autor en relación con el pensar (o su manera de pensar): “Pensar es, quiérase o no, exagerar; quien prefiera no exagerar tiene que callarse… tiene que paralizar su intelecto y ver la manera de idiotizarse”. Avancemos, entonces, con su aguda y “exagerada” argumentación.

Un dato estadístico explica el cambio de los vientos. Desde que se inicia la historia europea, en el siglo VI, hasta el año 1800 la población de esa región logra alcanzar la cifra de 180 millones de habitantes. En poco más de un siglo, para 1914, la población asciende a 460 millones de habitantes. Ese dato explicará, entonces, el triunfo de las masas y cuanto en él se refleja y se anuncia.

Lo anterior también explica las expresiones de otros filósofos prominentes. “¡Las masas avanzan!”, decía Hegel. “Sin un nuevo poder espiritual, nuestra época, que es una época revolucionaria, producirá una catástrofe”, anunciaba Augusto Comte. “¡Veo subir la pleamar del nihilismo!”, gritaba Nietzsche. Todas esas manifestaciones fueron producto de una nueva realidad: el hombre medio de cualquier clase social encontraba más fácil su horizonte económico. Además, cada día su posición era más segura y más independiente del arbitrio ajeno.

Desde la segunda mitad del siglo XIX, ese hombre medio no tiene ante sí ningunas barreras sociales. Antes, para el “vulgo” de todas las épocas, “vida” era sinónimo de limitación, dependencia y presión. Al romperse dichas barreras a las masas solo les preocupa su bienestar y al mismo tiempo son insolidarias de las causas y origen de ese bienestar. Eso explica que en los motines que la escasez causa, las masas suelan destruir todo lo que encuentran a su paso. Con ese proceder ellas se aniquilan a sí mismas.

Ese proceso histórico conduce a un momento en que el vulgar cree que es sobresaliente, distinguido y no vulgar, y que en razón de ello proclame e imponga el derecho de la vulgaridad. Así, el hombre medio tiene las “ideas” más tajantes sobre cuánto acontece y debe acontecer en el universo. No hay cuestión de la vida pública en el que no intervenga, sordo y ciego como es, imponiendo sus “opiniones”. Por tanto, las “ideas” de ese hombre medio no son auténticas ideas, ni su posición es cultura, toda vez que no hay cultura en la que no hay principios de legalidad civil a que apelar. Es por eso que todas las épocas bárbaras han sido tiempos de desparramamiento humano. (Así ocurre ahora en Venezuela, a consecuencia de la “revolución bonita”).

Ortega es categórico: uno de los medios que han ayudado siempre al avance es tener mucho pasado, mucha experiencia e historia. El saber histórico es una técnica de primer orden para conservar y continuar una civilización provecta; él evita cometer los errores ingenuos de otros tiempos. Lamentablemente, nunca dejan de sorprender esas gentes más “cultas” de hoy que padecen una ignorancia histórica increíble. La alusión va dirigida al grupo superior integrado por los técnicos, esto es, ingenieros, médicos, financieros, profesores, etc.

La situación anterior se explica así: la especialización comienza en un tiempo que llama hombre civilizado al hombre “enciclopédico”. En la generación subsiguiente, la ecuación se ha desplazado y la especialidad empieza a desalojar dentro de cada hombre de ciencia a la cultura integral. El especialista “sabe” muy bien su mínimo rincón de universo, pero ignora de raíz todo el resto. Fue inevitable que más tarde se llamara diletantismo a la curiosidad por el conjunto del saber.

Sin duda para muchos lectores el anterior es un plato nada fácil de digerir, pero ya está servido y, de paso, sin postre ni café.

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