Mientras recibía al alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Volker Türk, la dictadura acentuaba sus políticas y prácticas contrarias a los derechos humanos: cierre de medios de comunicación, amenazas a las ONG con la aprobación de la «Ley Cabello» que busca la desaparición y el sometimiento absoluto de la sociedad civil, la implacable persecución a los disidentes y su amedrentamiento y las odiosas torturas y tratos inhumanos de los que son víctimas los presos políticos.

Una actitud que se traduce en un reto a la comunidad internacional, por el que se pretende mostrar que nada, ni la visita del alto funcionario de las Naciones Unidas, les va a detener en su atroz plan de destruir al país. Esa arrogancia criminal tendría que haber sido evaluada por el señor Türk en su visita a Caracas, durante la cual se reunió con la sociedad civil, las víctimas y sus familiares y pudo ver de primera mano lo que seguramente conocía por los informes de la Oficina del Alto Comisionado de los Derechos Humanos que funciona en Caracas desde hace dos años y que continuará por otros dos al menos, aunque no tenga la libertad suficiente para ver todo lo que tendría que ver.

La dictadura reconoció una vez más que en el país se violan los derechos humanos, lo que debe entenderse no como simples hechos aislados, sino como políticas de Estado para acabar con los opositores, justamente la sistematicidad que nos coloca ante crímenes de lesa humanidad que hoy evalúa la Sala de Cuestiones Preliminares de la Corte Penal Internacional para autorizar al fiscal a continuar la investigación sobre la comisión de tales crímenes en el país.

Ante esa realidad inocultable el régimen promete considerar las denuncias, abrir investigaciones y sancionar a los responsables de tales crímenes, a la vez que reformar el Poder Judicial, lo mismo que ha prometido a la Fiscalía de la Corte Penal Internacional para impedir que ella ejerza su jurisdicción complementaria.

Alejado de sus funciones de promotor y defensor de los derechos humanos y más cerca del rol de mediador que va más allá de sus facultades, el alto comisionado se refirió a la fractura de la sociedad venezolana y a un tema muy sensible, central del proceso político, el de las sanciones unilaterales impuestas por algunos países, principalmente en contra de los altos funcionarios involucrados en crímenes internacionales y en prácticas corruptas. La dictadura insistió ante el alto comisionado y así pareció haberlo entendido, en que toda nuestra desgracia se debe a las sanciones que ha impuesto la comunidad internacional, asegurándole que el hambre y la miseria, el desastre en la salud y en la educación y la destrucción de la economía se debían a las sanciones, aunque seguramente habrían también asegurado que a ellas se debían también la tortura, las desapariciones forzadas, las ejecuciones extrajudiciales, los procesos indebidos y las detenciones arbitrarias. Lamentablemente, el alto comisionado, al acompañar implícitamente la postura del régimen sobre tales medidas, por lo demás legales y legítimas, parece ignorar la evolución del derecho internacional y el surgimiento de principios fundamentales esbozados por el mismo secretario general de la organización, para proteger a las víctimas de violaciones de derechos humanos.

Lo que no le habrían informado al señor Türk es que toda esta tragedia se debe más bien a la enorme corrupción que se ha apoderado del país, con el impacto tan negativo que tiene en el disfrute de los derechos humanos, un tema que no habría sido examinado en las reuniones que sostuvo con las autoridades, pero sobre el que seguramente ha sido informado por su oficina en Caracas.

El alto comisionado tampoco dijo nada acerca de la destrucción del Arco Minero y del ambiente, de la discriminación y el sometimiento de los pueblos indígenas por las mafias de civiles y militares amparados por las autoridades. Y lo que dijo de los migrantes venezolanos, lamentablemente, no refleja la realidad, por cuanto los que han huido no regresarán tan fácilmente mientras las condiciones de vida sigan iguales, es decir, mientras exista discriminación y persecución y en tanto continúe la destrucción del país. No se trata de la obligación del Estado de facilitar un retorno seguro de los venezolanos que han huido de esta tragedia, sino de la obligación del Estado de garantizar todos los derechos humanos para evitar que aumenten los desplazamientos hacia el exterior.

La visita del alto funcionario, con sus aciertos y debilidades, no deja sin embargo de ser alentadora. Ella muestra que el tema de Venezuela sigue siendo importante para la oficina de la ONU y para el sistema internacional de protección de los derechos humanos y que nuestra situación sigue siendo una preocupación de la comunidad internacional. Es cierto que la visita y sus resultados no aliviarán en el corto plazo el sufrimiento de los presos políticos, ni garantizará su liberación, tampoco detendrá la persecución ni las torturas, ni favorecerá el disfrute de nuestros derechos económicos y sociales; pero evidencia muy claramente la realidad del país que ha quedado una vez más al descubierto, confirmando lo que tantos organismos internacionales y organizaciones no gubernamentales han dicho sobre nuestra realidad.


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