Es a partir de los siglos XVII y XVIII cuando aparece claramente en la discusión política de la humanidad occidental existente (Inglaterra y Francia) la formulación de que el progreso democratizador de la sociedad debía canalizarse a través de la división de poderes, primero en Inglaterra con las opiniones de John Locke (1632-1704) y luego en Francia con el barón de Montesquieu (1689-1755).

John Locke, en su amplia y muy consistente crítica al absolutismo monárquico inglés nos dice: “Todo gobierno está limitado en sus poderes y existe solo por el consentimiento de los gobernados”, criterio o concepto que se fundamenta a su juicio  en la afirmación de: “Todos los hombres nacen libres”.

El barón de Montesquieu, en Francia unos años más adelante y confrontando la tesis de Luis XIV: “El Estado soy yo”, avanza y concreta en la dimensión funcional del gobierno la tesis de la división de los poderes en tres vertientes, con independencia y autonomía: “Ejecutivo, Legislativo y Judicial”.

Estimados lectores, creo que es muy obvio que no estamos “descubriendo” nada nuevo, que estos sabios y muy útiles principios y enseñanzas políticas deben estar en el maletín o el morral de los funcionarios del más ato nivel gubernamental, pero que deben ser objeto de revisión y actualización frecuente, dada su trascendencia y utilidad pública.

Todas estas consideraciones descritas tienen como objetivo refrescar conocimientos e información, que pensamos que existe en la cabeza de los operadores de los poderes del Estado, tanto civiles como militares, presentes en las cúpulas de las naciones suramericanas, hoy en crisis producto de las numerosas y trascendentes exigencias de sus comunidades.

De todos es sabido que durante el siglo XX fue una característica importante del devenir político de nuestras sociedades su inestabilidad, como consecuencia de la pugnacidad generada en torno a la dirección del Estado, que condujo a un irrespeto constante a las educativas recomendaciones de Montesquieu.

El caudillismo, la concentración del poder y la pretensión continuista, caras de la misma moneda, ahogaron en buena medida las posibilidades de crecimiento económico y progreso social en libertad de nuestras naciones, dinámicas perversas y en más de una ocasión criminales.

Sin embargo, el proceso histórico y político iberoamericano ha seguido su marcha y en buena medida, lento pero en serio nuestras sociedades han continuado aprendiendo y comprendiendo sobre la base de su propia experiencia, nuevos tiempos se respiran entre nosotros en la medida que trepamos el siglo XXI.

Frente a la tortuosa y tormentosa experiencia venezolana (1999-2020), caracterizada por el caudillismo, la concentración del poder y el continuismo, podemos apreciar cómo se han desenvuelto en los diversos espacios políticos de la región, otros procesos políticos locales en forma exitosa.

Recientemente en Uruguay, Argentina y Bolivia, el poder ha cambiado de conductores, alternándose en la dirección del Estado orientaciones diferentes, sin permitir que ellas echen abajo la normalidad institucional y las realizaciones efectivas de progreso económico, social y político obtenidas.

Resulta una extraordinaria torpeza, casi en el límite de una auténtica provocación en contra de los intereses de nuestra sociedad, que los ejemplos argentino y boliviano no sean utilizados, tanto en uno como el otro país es evidente que las pretensiones hegemónicas que se identifican con la negación de la alternabilidad han sido resueltas constructivamente, por lo cual son ejemplos para tener presentes hoy en el continente y muy particularmente en Venezuela.

 


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