López Obrador recibió la semana pasada en el Palacio Nacional al nuevo presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel. No es quien manda –Raúl Castro sigue vivo– pero es sin duda el que lleva la conducción cotidiana del gobierno de la isla. Llegó a México en medio de una nueva debacle de la economía cubana, de la inmensa simpatía que despierta la dictadura cubana en las filas de Morena y del régimen mexicano, e inmerso en la historia de la hipocresía nacional frente al castrismo. De esto quiero hablar hoy.

Todos los priistas, calderonistas del PAN y desde luego toda la izquierda, se vanaglorian de la “amistad histórica entre los dos pueblos” y evocan la supuesta epopeya de la solidaridad mexicana con la Revolución cubana desde los años sesenta. Se indignan ante la evocación de los derechos humanos y de la democracia representativa durante el período de Fox. Pero nunca mencionan que la visita de Díaz-Canel es la primera por un presidente cubano, de carácter bilateral, a la capital mexicana, desde que llegó Fidel Castro al poder. Aunque en junio de 1960 Oswaldo Dorticós fue recibido por López Mateos, y era formalmente el jefe de Estado isleño, el comandante en jefe único era Castro.

Este vino a México varias veces desde 1988, cuando hizo su primera visita desde que zarpó de Tuxpan en el Granma en 1956. Pero cada vez, o bien viajó para asistir a la toma de posesión de un presidente mexicano –Salinas, Fox–, a celebrar visitas bilaterales a Cozumel o Cancún, o bien a una cumbre regional o multilateral –Guadalajara, Monterrey–. Y su hermano Raúl, ya presidente, solo realizó una breve visita a Mérida en 2015. En otras palabras, ningún mandatario mexicano –ni López Mateos, ni Díaz Ordaz, ni Echeverría, ni López Portillo, ni De la Madrid, ni Salinas, ni Zedillo, ni Fox, ni Calderón, ni Peña Nieto– jamás se atrevió a invitar a Fidel o a Raúl Castro en una visita bilateral –de trabajo, oficial o de Estado– a la Ciudad de México. Muy amiguitos, pero nunca solos, o nunca a mi casa si no vienes acompañado. Hasta que ya no se tratara de uno de los hermanos Castro, y hasta que no fuera López Obrador el anfitrión. Por lo menos este sí tiene la firmeza de sus convicciones, es decir, de su enorme admiración por el fracaso cubano.


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