Bette Davis no era una mujer sencilla. De hecho e incluso, a casi cuarenta años de su muerte, todavía se le considera una de las personalidades más singulares del cine. Con un carácter feroz, una capacidad histriónica asombrosa, pero sobre todo una aguda inteligencia, la actriz capturó la imaginación de Hollywood de la era dorada, pero también del público que nunca logró entender del todo sus luces y sombras. Davis no era una criatura nacida bajo los reflectores de la meca del cine, sino una que vino a reconstruir el rostro de la mujer en el cine a fuerza de ambición y mal genio.

Porque si algo distinguía a la magnífica Bette Davis —nacida con el nombre de Ruth, el 5 de abril de 1908 en Lowell, Massachusetts— era esa leve oscuridad que la separaba de manera radical de cualquiera de sus contemporáneas. Davis no era una de las manidas mujeres virtuosas de la meca del cine, ni tampoco una delicada damisela en busca de socorro que se hicieron tan populares en una época de estereotipos. Mucho menos, de una belleza asombrosa o de una voluptuosidad avasallante, como exigía el canon de una de las etapas más prolíficas del séptimo arte. Con sus enormes ojos expresivos y rostro menudo, cabello castaño y voz cascada, era la encarnación de un tipo de ideario por completo nuevo en la imaginación colectiva. Bette Davis no era ni buena ni mala, tampoco ideal o trágica. Era una rara especie de ternura plena que se movía entre los dolores y pesares con el paso ligero de un personaje de pesadilla.

La actriz sabía que era una figura peculiar entre una pléyade de estrellas construidas a la medida del consumo masivo. Durante la década de los años treinta y en especial la siguiente, las mujeres del cine respondían al estereotipo de lo femenino formidable: No solo eran de una belleza inalcanzable, sino criaturas ambiguas y en buena medida misteriosas, que se sostenían sobre la posibilidad de un tipo de poder amargo. De Barbara Stanwyck a Rita Hayworth, las grandes estrellas de la época eran una combinación de vulnerabilidad, capacidad de seducción y algo más macabro. Durante casi dos décadas, la pantalla grande se pobló de beldades extraordinarias y peligrosas que cautivaron a las grandes audiencias y crearon una percepción sobre la mujer en el cine tan radiante como falsa.

Pero Bette Davis no era ninguna de esas cosas. Menuda, extravagante, con un carácter forjado a la medida de su talento, era también una actriz de talento que no deseaba calzar en ningún molde. Porque a la actriz no se le consideraba hermosa y mucho menos, atractiva. Tenía un cuerpo delgaducho, un rostro de facciones irregulares, enormes ojos tristes. Para el público y la industria, era un “patito feo” destinada a ser para siempre, la secundaria de lujo o ese temido título tan brumoso como lo es “la actriz de carácter”. Esa especie de amplio limbo que parecía englobar a las mujeres en la meca del cine, que por algún motivo no se adecuaban a las estrictas preferencias de los estudios. “Nunca fue sencillo convencer a nadie de mi talento, aunque actuaba bien” declaró en una ocasión la actriz, que debió luchar contra las críticas de ejecutivos y productores. “Pero era yo, al fin y al cabo. No importara cual pudiera ser lo que los tipos con el poder veían en mí”.

El comentario lo recoge Roderick Mann, en el artículo «No ‘Mommie, Dearest’, She Says» publicado en Los Ángeles Times el 18 de mayo de 1985, en el que la actriz analizó con cuidado la percepción del séptimo arte sobre la belleza y el talento. Por supuesto, se trató de una frase cargada de intención y sentido: En el momento de mayor esplendor de las grandes mujeres del cine dorado, las figuras que brillaban en la pantalla, también eran rehenes de su propio mito. Rita Hayworth tuvo que acceder a operaciones médicas e incluso, una delicada cirugía facial para llegar a triunfar frente a las cámaras, lo mismo que Ava Gadner (que se decía además, fue la amante a regañadientes de un famoso ejecutivo antes de triunfar), Lana Turner (que bajo la presión de su agente se sometió a varias agresivas cirugías estéticas sucesivas) e incluso, la poderosa Elizabeth Taylor, que en su infancia y primera adolescencia se convirtió en un juguete de los estudios, que incluso planearon su primera boda con Nicky Hilton. No era fácil ser famosa y mucho menos un ícono. Incluso si la industria te miraba con beneplácito.

Y con Davis, no lo hacía. Ya desde su debut a principios de los años treinta, la prensa y crítica de Hollywood (por entonces tan cruel como con el poder suficiente para destruir a cualquier debutante), se ensañó con el peculiar aspecto de Davis. La temida Hedda Hooper llegó a escribir que la “nueva estrellita” de Warner Brothers, era “escuálida, frágil y sin gusto para llevar cualquier atuendo”, lo que la condenó a años de críticas y burlas en buena parte de los medios especializados del espectáculo. Pero Bette Davis no sólo era talentosa, era una mujer de formidable capacidad para la rebelión intelectual y respondió a los ataques haciendo lo mejor sabía hacer: actuar.

El poder de la rebelión

“Nadie se enfrenta al verdadero talento”, dijo Davis en una oportunidad, refiriéndose a sus duros inicios. La actriz, que fue de Broadway a Hollywood, tenía una sólida base académica y era lo suficientemente perspicaz como para saber que eso suponía una considerable ventaja, ignoró los ataques y se dedicó a trabajar en su capacidad para crear personajes, fuera del alcance de las estrellas consagradas o las debutantes de belleza impactante. De allí, que varios de sus primeros personajes, fueran criaturas desgraciadas, envueltas en pequeñas y grandes tragedias, víctimas de la adversidad que jamás dejaban de luchar para conservar su identidad. Pero además, Davis era consciente de que carecía del atractivo sexual y seductor de las cientos de actrices que cada año intentaban obtener un lugar en el mundo del espectáculo. Algo que le permitió analizar su cualidades como actriz desde un punto por completo distinto.

En una entrevista de 1971 con Dick Cavett, la actriz contó su experiencia sobre ser una actriz a la que le exigía una sexualidad evidente: «Yo era la más yanqui del este, la virgen más modesta que haya pisado la tierra. Me pusieron en un sofá, y ensayé con quince hombres… Todos ellos tenían que echarse sobre mí y darme un beso apasionado. ¡Oh!, pensé que iba a morir. Solo pensé que moriría», contó refiriéndose a su primera prueba de cámara, en la que no solo falló, sino que además le granjeó fama de modesta, santurrona y por supuesto, mal carácter. La Davis –por entonces una adolescente de 18 años que viajaba con su madre— no aceptó ninguna imposición sobre el tema. Se negó a interpretar personajes que debieran mostrar “sus atributos”, a las insinuaciones que necesitaba retocar su figura y su rostro. Para cuando debutó en el filme Mala hermana de Hobart Henley, había rechazado casi diez papeles distintos, todo un récord para una desconocida. “Decía que no con temor a jamás recibir otra llamada. Pero siempre había otra”.

Fue un debut de considerable importancia, junto a Humprey Bogart. Davis diría después que estaba aterrorizada por el renombre del actor, pero él admitiría que no la recordaba en el set. “Tal vez estaba bebido”, bromeó Davis años después, lo que le granjeó críticas: Bogart tenía severos problemas domésticos debido al alcoholismo de su mujer y era un secreto a voces, que se trataba de una relación infeliz y dura de sobrellevar. Pero Davis, que debió escuchar los mismos rumores, no parecía en especialmente escandalizada cuando varias publicaciones señalaron su falta de tacto y compasión. “Hay que luchar con uñas y dientes. Lo hago lo mejor que puedo”, respondió en una oportunidad.

Con todo, la película fue un fracaso de taquilla y Davis volvió a la búsqueda de papeles para demostrar su potencial. “No había ninguno para mí” diría después, para describir los años de personajes menores, películas sin mayor relevancia en el mundo del cine y contratos rescindidos. “Todos insistían que mi rostro era inadecuado, pero nadie parecía decidir qué era lo que más le molestaba: los grandes ojos, la boca pequeña, las mejillas flacas”, indicó en una entrevista de 1976 para The New York Times. “Nadie sabía por qué me consideraban fea, pero desde luego, todos lo creían”.

Todos, menos el director y escritor británico George Arliss, que la eligió para el papel femenino principal de su película de 1932 La oculta providencia. Fue la oportunidad que Davis necesitaba: su actuación no solo fue brillante, sino que además tuvo la capacidad de crear un nuevo tipo de personaje para las mujeres que no tenían los grandes atributos físicos de las estrellas hollywoodenses al uso. La delicada ternura de Davis y su potente capacidad para expresar emociones profundas y ambiguas desconcertó al director y sedujo a buena parte de la crítica. En diciembre de ese año, ​ The Saturday Evening Post escribió «no solo es hermosa, sino que bulle de encanto» y la comparó con Constance Bennett y Olive Borden. Poco después, Warner Bros se interesó por la actriz y le ofreció un contrato de siete años, que Davis aceptó “con total inocencia y estupidez”.

Para Davis, fue el paso definitivo hacia algo más complejo. Hasta entonces, la debutante de enormes ojos melancólicos, parecía relegada a papeles pequeños o de “carácter”, eufemismo para designar a personajes de poca belleza física. Pero en manos de Davis, muchas de esas mujeres tímidas, invisibles en el guion, deslumbraron en la pantalla grande. “Nací para la rebeldía”, diría en los años ochenta, cuando se le preguntó por el secreto del éxito de su formidable carrera. “Si alguien insistía ve por aquí, tomaba la vía contraria”. Y, quizás, esa insistencia en la contracorriente y en el contrasentido sería la mejor forma de describir su carrera.

Un recorrido por los matices del mundo

Bette Davis actuó desde 1930 hasta los primeros años de 1980. Fue nominada al Oscar en 10 ocasiones distintas — “siempre estoy en esa lista, es divertido”– y lo ganó en 2 oportunidades. La primera en 1935 por su papel de Joyce en la clásica Dangerous de Alfred E. Greeny y la segunda en 1938 por Jezebel de William Wyler, en la que interpretó a la inquietante Julie. Pero fue la inolvidable Now, Voyager de Irving Rapper (1942), el filme que realmente cimienta el mito de la actriz, su poder y sobre todo su enorme alcance en la historia del cine. No solo fue la oportunidad de demostrar qué tanto podía expresar a través de su inusual capacidad para las emociones complejas, sino la forma en que podía sostener un argumento por medio de su formidable presencia. “Por primera vez, pude ser yo, en formas que nunca comprendí del todo”, admitiría después.

De origen, la película es toda una rareza en el panorama de Hollywood, dominada por entonces por grandes dramas románticos y policíacos, para mayor lucimiento de sus estrellas consagradas. Pero en este drama intimista, Charlotte Vale (Bette Davis), es una especie de criatura frágil, que lleva anteojos y que para sorpresa de la audiencia aparece desaliñada y aturdida, presionada por su madre y en especial, por su incapacidad para superar el tóxico vínculo que les une. Entonces, el personaje sufre un colapso. Uno tan fuerte, como para enviarle a un sanatorio. En manos menos hábiles, la vulnerable Charlotte se habría convertido en una criatura triste, frágil y vulnerable, pero la actriz la convirtió en una sobreviviente y una que deja claro que luchará con todas sus fuerzas contra la posibilidad de la derrota.

El argumento, de hecho, se sostiene esencialmente sobre Davis, que imprime una fuerza interior espléndida y logra que Charlotte se convierta en algo más que un recurso dramático. Con la ayuda del Dr. Jacquith (Claude Rains) el personaje abandona sus temores y preocupaciones, pero además se convierte en un ícono convincente de poder. Para cuando se enamora de Jerry Durrance (Paul Henreid), un hombre infeliz que termina asombrado por la inmensa fuerza de Charlotte, el personaje llena la pantalla, se hace extraordinario, inquietante en todos sus matices, pero sobre todo realista. El amor le hace florecer —y por supuesto volverse hermosa, delgada y a la moda— y de pronto, Bette Davis parece encarnar a todas las mujeres en busca de la redención, de evitar las pequeñas líneas asfixiantes que le unen a su vida cotidiana. A las mujeres sin lugar en el mundo, a las que deben soportar la sensación dolorosa de no encajar ni en las expectativas, esperanzas o temores de una cultura que presiona hacia una dirección invisible. “Charlotte me liberó de ataduras”, comentaría años más tarde. “Me hizo un formidable monstruo codicioso”.

Resulta singular que Bette se llamara a sí misma “monstruo” en más de una ocasión, pero la actriz llegaría a confesar que era una manera de describir “de forma apropiada su insaciable” ambición. “En un punto de mi vida, nada era suficiente, nada era tan bueno, nada era innecesario”, diría sobre la extraña época de su vida que siguió al estreno de Now, Voyager. Ya por entonces, Bette era una celebridad de talla mundial, una tan extraña que corrían ríos de tinta sobre su vida personal y amorosa. La actriz lo respondía todo con una sonrisa. “En el amor, como en el desayuno, nada es suficiente”, respondió en 1978, cuando se le preguntó acerca de su agitada vida amorosa.

Bette Davis se casó en cuatro ocasiones y no lo hizo una quinta porque, según sus palabras, “aprendió que lo ilegal y lo ilícito era más interesante”. En realidad, era una forma de resumir la complicada condición de una actriz de Hollywood en busca de la felicidad. “Me volvería a casar –dijo para Vogue en 1968 – si encontrara a un hombre que tuviera 15 millones de dólares, que me firmara más de la mitad y me garantizara que estaría muerto dentro de un año”.

En 1932, la actriz contrajo matrimonio con el músico Harmon Nelson, que con los años, tuvo que soportar un aluvión de críticas por “permitir que Bette le mantuviera”, como especularon varios periódicos y por “mostrarse violento, agresivo y petulante junto a la actriz”. En realidad, era una relación que comenzó en medio de la efervescencia de los primeros triunfos de la actriz y terminó luego de varios abortos, peleas públicas y rumores de violencia doméstica. En medio de su confusa vida personal—Davis jamás afirmó o negó los rumores— la carrera de la actriz se hacía cada vez más fulgurante. En 1934, actuó en la adaptación de la novela de W. Somerset Maugham Cautivo del deseo, dirigida por John Cromwell. Su antipático personaje le permitió construir una criatura voluble, monstruosa y dura que le valió espléndidas críticas y la encumbró como una de las mejores actrices de la década. El director John Cromwell admitiría después que el brillo lóbrego del personaje era todo obra de la actriz: «Dejé que Bette fuera su propia guía. Confié en sus instintos». No solo se trató de una de las mejores actuaciones de su carrera, sino una que abrió una nueva versión sobre las mujeres en Hollywood. La Mildred Rogers de Davis era indefinible, por momentos amenazante y siempre frágil en su humanidad, una percepción por completo original sobre las heroínas en la gran pantalla a la que Cromwell sacó el mayor provecho posible.

Para cuando la película fue estrenada, Bette Davis se convirtió en una mujer que asombraba por su rara cualidad de ser por completo distinta. “Ya no era fea, era diferente, fue un cambio agradable” bromearía al respecto de las críticas entusiastas que alababan su voz, sus enormes y singulares ojos y su cuerpo delgado. Bette Davis se hizo famosa en una época en que las exigencias a las actrices exigían un tipo de sumisión, que jamás ofreció o permitió. Además, era una mujer real o esa era la opinión más común para describir su risa escandalosa, su batallas públicas —como el largo juicio que protagonizó contra Warner Bros— e incluso, sus pequeñas miserias. “Soy una mujer difícil en un mundo que cree no debería serlo”, confesó a un periodista, en mitad de su complicada batalla legal contra el estudio que le brindó su primera posibilidad real como actriz.

Se trató por supuesto, de otros de los formidables momentos de la actriz: cuando Warner Bros la obligó a participar en una serie de películas mediocres, la actriz decidió que o creaba las reglas a su modo o su carrera terminaría hundida en medio de papeles “ridículos”. En uno de los grandes momentos de su vida pública, la actriz entabló una querella judicial en el Reino Unido directamente contra los ejecutivos, insistiendo en que la obligación de participar en películas de ínfima calidad y carentes de todo sentido artístico, podría afectar su carrera a futuro. «Supe que, si seguía apareciendo en filmes mediocres, no tendría nunca una carrera por la que valiera la pena luchar».

Luchó y perdió. El juez de la causa consideró que los alegatos de Davis eran absurdos y se burló de la palabra “esclavitud”, que la actriz había utilizado una y otra vez, para describir la relación abusiva que sostenía con el estudio. El contrato establecía que podía ser suspendida sin goce de sueldo y que su imagen pertenecía a Warner Bros de forma íntegra. Y aunque su abogado intentó convencer al juzgado de los problemas que las decisiones de Warner Bros suponían para la carrera de la actriz, el Tribunal Superior Inglés falló contra Davis, que volvió a Estados Unidos ​endeudada y sin forma —en apariencia— de rehacer su carrera.

Pero como siempre, Bette Davis usó su deslumbrante inteligencia como su mejor arma: Una vez en Estados Unidos, el estudio y la actriz lograron llegar a un acuerdo y en adelante, sus formidables actuaciones cimentaron una carrera asombrosa, que incluso desbordó las discretas expectativas de la actriz sobre lo que podría ocurrir en los años siguientes. “Creí que envejecería interpretando a la chica que se peleó con su jefe”, bromeó años después, con un Oscar entre las manos y múltiples nominaciones. Cuando un periodista la preguntó cuál era su secreto para triunfar a pesar de la derrota, Bette sonrío, ladeó la cabeza y levantó la estatuilla. “Talento, querido”.


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