La Semana Mayor de antaño convocaba a los porteños con gran fervor, en muestra colectiva de fe y profunda devoción. El programa tomaba forma bajo la dirección del vicario de turno, la colaboración de las autoridades y, muy especialmente, la participación de las familias y comerciantes que contribuían decididamente a engrandecer las festividades que, en tiempos de Fray Eugenio Galilea (1910), fueron verdaderamente multitudinarias. Las celebraciones comenzaban el Viernes de Concilio con el santo rosario, vía crucis, cánticos y sermón, finalizando con el Stabat Mater; continuaban con los oficios propios de los días santos y la solemne procesión que salía de la Iglesia La Caridad con destino a la Iglesia Matriz, hoy  Iglesia del Rosario; finalizando con la tradicional y más que centenaria Bendición del Mar, el Domingo de Resurrección, precedida a muy tempranas horas por una misa solemne y procesión con el Santísimo Sacramento por la calles Bolívar, Comercio, Plaza de la Aduana y la Alameda Flores.

Correspondía a la familia Valbuena-Garcés organizar el programa especial del Martes Santo, dedicado al paso de la Humildad y Paciencia. Se trataba de una tradición, muestra de una inquebrantable devoción, heredada de su ancestro el capitán Felipe Garcés, a quien un encuentro fortuito con la imagen del Cristo lo hizo devoto y custodio de aquel. ¿Y cómo sucedió? En sus Reminiscencias de los hechos y acontecimientos de Puerto Cabello…  ―suerte de recuerdos en apretada síntesis― el Dr. Paulino Ignacio Valbuena lo explica: “En el año 1816, el día 6 de abril, tuvo lugar en este puerto el sorprendente acontecimiento que registra la crónica de esos días./ Se encontró que la efigie de Jesús de la Paciencia, presentaba gotas de sudor en su rostro y otras partes del cuerpo./ Esto fué comprobado con el justificativo que practicaron las autoridades civil y eclesiásticas de la ciudad, don Joaquín Hidalgo Mesonay (sic) y Fray Antonio Pimentel (sic), Vicario de la ciudad, ante el escribano público,  Gabriel José Aramburu. El Arzobispo Coll y Prat ordenó que se observara dicha imagen por algún tiempo./ Esta misma efigie de la Humildad y Paciencia, fué botada a los Mangles, después de este hecho, sin saberse quién lo hiciera;  el capitán Felipe Garcés en el año de 1820, fué el que la encontró una mañana que salió por los Mangles, en seguida se volvió a dar parte al Vicario del hallazgo, y éste acompañado del mismo Garcés fue al lugar donde estaba sumergida la imagen, y luego de sacarla y conducirla a la Iglesia, en solemne procesión escoltada por una guardia de marinos con su correspondiente  banda de música, perteneciente a un fragata española surta en este puerto; la bendijo el Vicario Pimentel y fué entregada por éste al mismo Capitán Garcés para que la cuidara y le hiciera su fiesta el Martes de la Semana Mayor”.

Lamentablemente, tal como sucede con otras referencias y sucesos narrados por el Dr. Valbuena, la versión que ofrece acerca de la imagen no resulta del todo claro y crea confusión. El episodio, según el expediente levantado, ocurre el 16 y no el 6 de abril; los nombres correctos de las autoridades: Don Joaquín Hidalgo Mena, comandante de la plaza, y Antonio Perenal, vicario eclesiástico. ¿Cómo podría botarse la imagen después de ocurrido aquel portento? ¿Podía producirse esa pérdida, sin conocerse quién fuera el autor? Nunca hemos tenido a la vista el original del justificativo practicado por las autoridades ante el escribano público, aunque se conserva una transcripción de las actuaciones publicada en 1916, cuando es encontrado el expediente completo en el archivo parroquial, puesto a disposición por Fray Eugenio Galilea para la impresión de un folleto conmemorativo del centenario de aquel maravilloso suceso, documentos “en el que se comprueba ―escribe Fray Galilea― legal y abundantemente el prodigio del Sudor de la Efigie de Jesús en el Paso de la Humildad y Paciencia”.  Es obvio que un hecho así hubiese demandado, más bien, el celo y cuidado de la sagrada imagen, por parte de las autoridades. En el folleto publicado por el Dr. Valbuena el año 1916, se lee que “poco antes de la toma de esta Plaza de Puerto Cabello por las fuerzas patriotas al mando del Gral. José A. Páez, la Sagrada Imagen fue escondida o tal vez arrojada al Mangle en la parte Oriental de la Ciudad…”, datos que omite en sus Reminiscencias, presumiblemente escritas con posterioridad al folleto en que se informa, además, que el hallazgo de la imagen se produjo hacia 1822, en la esquina donde se cruzaban las calles Anzoátegui y Colón, para la época adyacentes a los manglares.

Don Adolfo Aristeguieta Gramcko, sin embargo, nos brinda una variación del relato, pues al recordar los santos y prodigios notables del puerto, junto al Santo Cristo de la Salud de Borburata y otro cristo que estuvo en la Iglesia del Rosario, de cuyos clavos a sus pies pendía una mota de milagros formados con los dijes que en gratitud, le habían donado los fieles por favores recibidos, menciona la imagen de Jesús en Humildad y Paciencia que tocaba la fibra del creyente, quien veía un prodigio en ella por su aparición fortuita en las aguas: “¿De dónde vino? Seguramente de España ―se responde Adolfo―. ¿A dónde iba? ¡Quién sabe!  Dicen que a Cuba o a Lima, dado el tamaño y la finura de su ejecución.  ¿Cómo fué a dar al manglar? ¿Naufragio? ¿Prodigio? ¿Aligeramiento de galeón huyendo del temido pirata? ¿Por qué las corrientes lo llevaron al manglar de tranquilas aguas remansadas y no a la playa? Todas esas preguntas quedan hasta hoy sin respuestas, confundiendo los límites de lo probable con las fabulaciones que se abren al mundo del misterio”.

Pero en la versión de Adolfo, relatada en su ameno libro Hadas, Duendes y Brujas del Puerto (1990), las gotas de sudor brotan de la imagen después de su hallazgo, y no antes: “Sea como fuere, años después que el capitán Garcés dio el aviso y la imagen fue llevada en solemne procesión al Templo, ocurrió algo sorprendente.  Un día el oficio y la liturgia del Martes Santo habían terminado.  La imagen posaba solitaria en el calor del templo en horas de la tarde.  Cuando llegaron las primeras parroquianas a rendirle culto, según lo establecido en el programa de la Semana Mayor, ¡Qué asombro!  Lo que veían no lo podían creer: De la frente y espalda de la imagen, corrían chorros de sudor.  ¡El Cristo estaba sudando!”. El cronista no nos aporta el año del suceso, pero sí otros detalles que bien debió escuchar en la década de los cuarenta del siglo pasado: “Las tres [parroquianas] llamaron a otros, y entre todos al Cura del Puerto. Con motas grandes de algodón recogieron aquel líquido, sin dudar que se trataba del sudor del mismo cuerpo del Señor, en los últimos momentos de abandono y dolor que antecedieron su muerte”. ¿Sudor o gotas de agua brotadas de la madera sumergida en el mangle?, se pregunta Adolfo. Se trata, como lo hemos dicho, de una variación del relato que no necesariamente apunta a la verdad.

El único dato en firme, y que emerge de la lectura del expediente eclesiástico, es que para el momento en que brota el sudor de la imagen, ésta se encontraba “en la casa particular de Doña María Socorro de Oria por disposición de Don Juan Cortés, sacándola de dicho Templo donde se había puesto para evadirla de alguna indecencia que podía causársele con motivo de la revolución…”. El justificativo que recoge los testimonios de don José Vancell, don Juan Moré y Rovira, don José Guice, don Pascual Toillo, todos vecinos del puerto que habían presenciado las milagrosas gotas, recogidas con algodones y otras telas, cierra con la lapidaria declaración del físico don Juan Valdés, quien al examinar la madera con que estaba construida la efigie, encuentra que la misma “es de cedro, cuya clase no produce humedad ni agua, sino que chupa y seca”. Lo anterior servirá de fundamento para la Providencia del Arzobispo de Caracas, quien ordenará: “Téngase en gran veneración la Sagrada Imagen de Jesús de la Humildad y Paciencia por todos los fieles…”.

Lo cierto es que del asunto no se supo más, convirtiéndose la imagen, que tiene hoy por casa a la Catedral, en una siempre venerada por el pueblo.  Fue así como la fiesta del Martes Santo se convirtió en una tradición para la familia Valbuena, de gran vistosidad cuando le corresponde al eminente y recordado galeno organizarla. Su hijo, Luis Martín, recuerda que el Dr. Valbuena la hacía rumbosa, incorporando una orquesta que él mismo dirigía con selecciones de la mejor música religiosa, agregándole luces con los colores de la bandera “aunando así sus sentimientos religiosos con los patrióticos”. En días pasados nos explicaba nuestro recordado profesor de bachillerato Rogelio Guzmán Valbuena, hijo de Trinidad Elena Valbuena Noblot, que en la familia existe la creencia de que la imagen de madera fue elaborada en Veracruz y data de 1733, entregada en custodia al capitán Garcés, pasando más tarde la responsabilidad a don Pedro Valbuena y, finalmente, a su hijo Paulino Ignacio. En 1916, de hecho, se celebró magníficamente la aparición de la entonces centenaria imagen que por la devoción de la familia, la colaboración de los feligreses y el empeño de nuestro arzobispo monseñor Saúl Figueroa Albornoz, el padre José Alexander Chacón, párroco de  Catedral y Sonny Armando Cedeño ha recibido el debido cuidado, lo que no deja de sorprender en una ciudad como la nuestra, en la que el maltrato a su patrimonio histórico se ha convertido en la regla.

La tradición, lamentablemente, se perdió con los años, la devoción huérfana del ímpetu pasado espera por nuevos aires que despierte la fe de quienes alguna vez, sobre sus hombros y en solemne procesión, honraron al humilde y paciente pescador de hombres.

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@PepeSabatino


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