Desde el mismo nacimiento de las Naciones Unidas en 1945, el tema de los derechos humanos se constituyó en uno de los tres pilares básicos de lo que sería la razón de ser de una organización concebida por sus fundadores como la garantía de un mundo libre del flagelo de la guerra (la paz y la seguridad y el desarrollo, fueron los otros dos). En ese contexto, y hasta el año 2006, la antigua Comisión de los Derechos Humanos jugó un papel fundamental, particularmente en la elaboración de normas y estándares internacionales. No obstante, durante su existencia se evidenciaron siempre ciertas dificultades respecto a la eficacia de los mecanismos de protección de las Naciones Unidas. Entre las fallas principales es de obligada mención la marcada politización registrada en su seno, y, por tanto, los inconvenientes generados en relación a la toma de decisiones, todo lo cual incidió en el socavamiento de la credibilidad del sistema.

El Director Ejecutivo de Human Rights Watch, Kenneth Roth, describió, en términos sencillos, la situación convaleciente de la Comisión, poco antes de su desaparición: “Un jurado que incluye asesinos y violadores (…) decididos a obstaculizar la investigación de sus propios crímenes”.

Es ante esa realidad que entra en escena el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, cuyos trabajos se inauguraron en junio de 2006, con el objetivo reivindicador de conjurar las deficiencias de su antecesora: la Comisión de Derechos Humanos. Sin embargo, es justo decir que, si bien el Consejo ha mostrado grandes avances, sobre todo respecto a los mecanismos de rendición de cuentas, como el examen periódico universal y demás instrumentos de verificación sobre el terreno –muchas veces limitados por la obstrucción o simple negativa de los propios gobiernos- varias de las razones que propiciaron las críticas y posterior sustitución de la Comisión por el Consejo, aún permanecen.

Lo primero que hay que hacer notar es la persistente y similar incapacidad de este órgano subsidiario de la Asamblea General de la ONU, de evitar la participación, en su seno, de países con marcada reputación como violadores de los derechos fundamentales de sus ciudadanos. A pesar de que en las disposiciones inherentes a la membresía se contemplan requisitos básicos exigidos a los estados aspirantes, el Consejo de Derechos Humanos no escapa a las laxas normativas ya establecidas de elección de la organización, y que se fundamentan en el principio de igualdad de: un país, un voto. Después de todo, cada estado miembro tiene el derecho de ser elegido en cualquiera de los órganos e instancias de las Naciones Unidas.

La perversidad del sistema de elección

Hablamos aquí de un frágil sistema eleccionario basado en la asignación de un número de escaños por región geográfica, que a la postre facilita, en la mayoría de los casos, el ingreso al Consejo de Estados con reputación dudosa en materia de derechos humanos.

Un ejemplo que sirve de ilustración lo encontramos en las elecciones al Consejo, de octubre de 2020, correspondientes al 75º período ordinario de sesiones de la Asamblea General de la ONU. En esa oportunidad, el grupo de Estados de Europa del Este presentó dos candidaturas para igual número de vacantes (Ucrania y Rusia), lo que garantizó el ingreso directo de ambos países al Consejo de 47 miembros. Similarmente, el grupo geográfico de América Latina y el Caribe, con tres candidaturas (México, Cuba y Bolivia), para un mismo número de escaños, aseguró el ingreso de este trío de países. Esto es lo que se llama comúnmente en los predios de la ONU el endoso directo de las candidaturas de un grupo regional. Y es que resulta más que obvio que si un grupo regional propone un número de candidaturas para igual cantidad de vacantes, gran parte del resto de los miembros de la ONU votará de forma automática por esas candidaturas, con lo cual se asegurará el mínimo de 96 votos exigidos para ser electo en el Consejo.

Existen otras ocasiones en las que las candidaturas superan el número de puestos disponibles. Este fue el caso del grupo de Asia-Pacífico que, durante el mismo proceso eleccionario de 2020, propuso 5 candidaturas (Pakistán, Uzbekistán, Nepal, China y Arabia Saudita) para 4 escaños, siendo elegidos los primeros cuatro. Como se observa, esto no impidió que un país como China, altamente cuestionado en materia de cumplimiento de los postulados sobre derechos humanos, pero con irrefutable influencia y peso específico, haya sido favorecido por la votación. Un caso similar e igualmente repudiado fue el de Venezuela, en 2019, oportunidad en la que resultó electa, junto a Brasil, en detrimento de Costa Rica, país que presentó su candidatura a última hora como estrategia para estropear los planes de ingreso del régimen de Nicolás Maduro.

La situación descrita anteriormente evidencia la terca realidad de un Consejo donde conviven, por un lado, países con marcado acento autoritario y violadores de derechos humanos (Burkina Faso, Cuba, China, Eritrea, Federación Rusa, Mauritania, Somalia, Sudán Uzbekistán, Venezuela, entre otros) y, por otro, países representativos del sistema de democracia liberal (Alemania, Austria, Brasil, Dinamarca, Francia, Italia, Japón, Islas Marshall, Países Bajos, Polonia, Reino Unido, República de Corea, Uruguay, por nombrar algunos).

Esta división de facto-ideológica, que responde a un sistema electoral a todas luces disfuncional, explica la permanencia estructural y en el tiempo – desde los días de la Comisión – de ese rasgo inconveniente antes anunciado de la politización y, por ende, polarización de los trabajos del Consejo. Una politización entendida en base a la pretensión de que instancias como ella sean aprovechadas cual plataforma útil a los intereses de un estado o grupos de estados. En junio de 2018, por ejemplo, el Gobierno de los Estados Unidos anunció su retiro oficial del Consejo de Derechos Humanos, sustentado en críticas a la politización de sus debates y decisiones. La vocería estadounidense centró sus denuncias en lo que catalogó como un sesgo marcado del Consejo en lo relativo a Israel, entendido por algunos analistas como una especie de selectividad política, es decir, “una supuesta obsesión contra las violaciones de los derechos humanos en los territorios palestinos ocupados”, asignándole a este tema un carácter permanente en la agenda de la Comisión, mientras se apartaba la mirada de asuntos tanto o más urgentes.

Un debate que da para todo

La semana pasada, en el marco del Segmento de Alto Nivel (22 al 24 de febrero) del 46º período de sesiones del Consejo de Derechos humanos, se constató, una vez más, la polarización y politización siempre presentes en este foro. Como era de esperarse, las principales democracias occidentales identificaron muchas de las situaciones de violación de derechos humanos que requieren de atención urgente; entre otras, los casos de Birmania, Bielorrusia, Rusia, China, Cuba, Nicaragua, Irán y Venezuela. Ante estas denuncias, por supuesto hubo las réplicas de rigor, destacando la cínica intervención del representante de China quien se refirió al abuso de sus detractores por realizar infundados cargos contra su país, especialmente los referidos al trato de las minorías étnicas en las regiones de Xinjiang y el Tibet y de los ciudadanos de Hong Kong. Nuevamente, las autoridades de Beijing acudieron a la sempiterna retórica de los regímenes autoritarios de rechazo a la intervención de otros países en los asuntos internos.

Como era de esperarse, Nicolás Maduro, no perdió la oportunidad para sostener que “las sanciones internacionales, que incluyen el bloqueo en el exterior de activos pertenecientes a Venezuela, están impidiendo que su país ofrezca una mejor respuesta a la crisis social y sanitaria causada por la pandemia de la covid-19”. Una intervención sincronizada de manera descarada con las conclusiones de la relatora especial de Derechos Humanos de la ONU, Alena Douhan, de visita en Venezuela una semana y media antes, quien señaló que las sanciones internacionales que pesan sobre algunos funcionarios y organismos del régimen chavista serían la causa que explica la profunda crisis que sufre el país.

Reformas esenciales

Lo cierto es que la polarización y politización observada en el Consejo de Derechos Humanos – herencia de la antigua Comisión de Derechos Humanos -, llama a la discusión urgente sobre la necesidad de configurar un sistema internacional de derechos humanos verdaderamente efectivo, que permita la rendición de cuentas de aquellos Estados violadores sistemáticos de los derechos humanos. Un Consejo de Derechos Humanos cuya agenda refleje las situaciones de violaciones de derechos fundamentales más urgentes y no los prejuicios políticos inherentes a las relaciones entre Estados. Queda siempre pendiente, sin negar su complejidad, la discusión sobre la conveniencia de idear mecanismos eficaces (requisitos de ingreso más exigentes y ajustes al sistema electoral) que impidan el acceso al Consejo de países que vulneran los derechos humanos. Lamentablemente el estatus actual del Consejo sigue permitiendo que los regímenes infractores continúen evadiendo los exámenes reales a los cuales deberían ser sometidos y, por tanto, valerse de ese nicho que procuran sea lo más inefectivo posible para protegerse a sí mismos.

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