La política venezolana es una sopa de siglas en la que se carece del músculo político. Abreviaturas que resguardan los vestigios de una dirigencia llena de ínfulas, la enfermiza paternidad que tiene la egolatría sobre un liderazgo de anime, hace años que todo se transformó en la nada. Por supuesto, existen excepciones que justifican la regla, pero es indiscutible que nos adentramos a una atomización de todo el espectro. La percepción general es la de una profunda decadencia.

Algunos dirigentes cargan en el bolsillo a su organización, sin un pueblo que alce sus proclamas. Son simplemente los mayordomos del cascarón que dejó el polluelo cuando alzó el vuelo en la búsqueda de un nido mejor. Una tormenta de vivos colores, huérfanos de pueblo, organizaciones partidistas que rellenan tarjetones electorales, con más de un pilluelo que vive negociando adhesiones por algunos recursos que le sirven para el whisky. Patéticos personajes que abarrotan sus discursos de crasa ignorancia, pero son ágiles acróbatas para la trampa. Son las sombras que enceguecieron los ojos de la política construida con principios.

Cuando observamos las reuniones partidistas, las mismas son pequeños islotes que se han salvado de una hecatombe absoluta. Un escenario imperceptible que muestra una gran inconexión con un ciudadano que no los determina. La otrora gran maquinaria política, murió hace algún tiempo, igual ocurrió con la formación ideológica, tan necesaria para analizar el comportamiento de nuestra sociedad. Nadie parece escapar de esta maldición propia de estos tiempos. Incluso el PSUV no es la avasallante maquinaria de principios de siglo, solo que su omnímodo poder gubernamental esconde un profundo deterioro que deja ver sus cicatrices.

El hartazgo general es algo que reflejan los sondeos de opinión. La gran mayoría no creen que los partidos políticos sirvan para algo. Múltiples divisiones con un saldo demoledor de nuevos sacrificados, siglas que se parten para crear nuevos cascarones, hijos del mismo útero peleándose por una botella vacía. Bravuconadas para terminar siendo cada día más insignificantes. Nuevas segmentaciones que logran debilitar la oportunidad de cambio. Este país requiere urgentemente el encuentro del pensamiento democrático. Las pezuñas del egoísmo han desfigurado la probabilidad. Las diferencias internas no pueden aniquilar los proyectos. Pensar diferente jamás puede terminar en enemistad personal. La implosión es propia de un escenario en donde no existe respeto. El debate es revolcarse en el vómito, la idea es el nuevo insulto que se expele sobre la conducta del antiguo amigo. Es una mediocridad tan prolongada que encontrar un espécimen diferente es sacarlo con pinzas.

Los venezolanos no se sienten representados en la política. El rescate de esta trinchera de lucha es vital. Elevar la calidad del debate es un clamor nacional. Unirse en torno a un proyecto de país viable, armónico y constructivo debe ser el eje, apartar tanta trivialidad y egocentrismo. Creerse un ungido es la primera pala que terminará cavando la tumba del prepotente. Debemos construir el reencuentro sin amos ni caporales. Nadie tiene acá la fortaleza para proclamarse como el camino. Es el encuentro de todos, es necesario un largo proceso de depuración, nuevos actores con valores y principios, para rectificar con la anuencia de la mayoritaria fortaleza de la buena experiencia. Solo de esta forma salvaremos a Venezuela, nadie puede solo.

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