Estos días de agosto y septiembre están caracterizados por un estancamiento en la iniciativa política venezolana, luce  languideciente, moribunda. La anomia toma cuerpo en el tejido social.

Mientras la gente sufre con mayor rigor los estragos de la hiperinflación, la cúpula roja luce incapaz de reaccionar para detener la hecatombe humanitaria a la que asistimos.

Nosotros, en el campo de la oposición democrática, estamos igualmente detenidos en el tiempo y en el espacio, sin capacidad real de movilizar a la sociedad para concretar la libertad e iniciar la recuperación de la República.

Probablemente nuestra sociedad esté tomando aliento para continuar la larga lucha frente a la barbarie. Son ya veinte años de dura confrontación.

Para algunos sectores la decisión de promover el cambio es relativamente reciente. Para quienes desde el primer momento entendimos, la naturaleza autoritaria de Chávez y de su proyecto de destrucción nacional, la tarea ya va por dos décadas. Un largo tiempo expuestos a recibir la acidez de un verbo descalificador, de un hostigamiento permanente, que, en diversos momentos y circunstancias, han puesto en peligro no solo nuestra libertad y dignidad, sino también nuestra vida e integridad física.

Los laboratorios de propaganda del régimen no han cesado en sus campañas para demolernos moral y políticamente. Los grupos armados han estado tras muchos de nosotros. La institucionalidad del Estado socialista nos ha perseguido con saña, y en mi caso, cargo con una inhabilitación política, tan absurda como inconstitucional.

Otros han pagado con cárcel, exilio y hasta con la muerte su militancia en las luchas por la democracia.

Pero no hay duda de que la destrucción de la economía, la pulverización del salario, la hambruna y la mengua existente, aunado con un esfuerzo que aún no logra cristalizar su objetivo, hacen mella en ese indómito espíritu democrático que ha exhibido nuestra sociedad De momento recuerdo las reflexiones de Primo Levi, en su obra Si esto es un hombre, en la cual narra y explica su pasantía por el campo de concentración de Auschwitz.

En el epílogo del libro, escrito una década después de su primera edición, respondiendo a preguntas frecuentes en sus conferencias, confesó cómo aquel pueblo judío, sometido, hambriento y encarcelado llegó a perder la iniciativa para revelarse contra la opresión, porque apenas estaba viendo cómo lograba sobrevivir a aquella ignominia.

Su experiencia vital la dejó plasmada en estas líneas:

Podríamos hoy compartir con Levi, una reflexión sobre la vida del venezolano de estos tiempos.

De ese hombre y mujer que taciturno sale cada día a buscar, en las sucias calles de nuestras ciudades, el pan que falta en su casa. O a hurgar en la basura para conseguir un bocado. O hacer una cola para que, en una agencia bancaria, le den un billete de la miserable pensión, con el cual apenas si puede tomarse un café.

Se puede decir si esto es un hombre, cuando nos acercamos a un hospital para ver aquellos depósitos de seres humanos, abandonados y sufrientes, sin quien los atienda en lo más elemental.

Se puede valorar el sentimiento de aquellas madres cuyos hijos, con un morral al hombro, tomaron las carreteras, hacia destinos inciertos, en búsqueda de una oportunidad, dejando descompuesto el hogar en que nacieron.

Es entonces difícil para aquellos seres humanos sobrevivir y luchar. Buscar el pan y ofrecer su concurso. Sobre todo frente a una camarilla que, ante cada reclamo legítimo de la sociedad, responde con intolerancia, violencia, represión y muerte.

La resiliencia la sostenemos aún en medio de la oscura noche, en la que pensamos que aún falta mucho para el amanecer. Mantengamos una luz encendida, una voz activa en cada rincón que no acepte como normal esta vida infausta en la que estamos inmersos.

Pero el amanecer inexorablemente llegará. Y llegará porque, como lo comentaba al comienzo de estas líneas, la camarilla roja está agotada, exhausta. No tienen ni imaginación, ni capacidad, ni voluntad para crear alguna política capaz de superar la tragedia por ellos creada.

Su presencia, en los espacios del poder, apenas les permite pensar en las perversas formas como han de sobrevivir. Sus mentes solo producen represión y violencia. Y esa dinámica solo los llevará a su propia implosión.

Mientras la política languidece, estamos obligados a repensar la política. Mientras la violencia se incuba en el seno de la dictadura, la política democrática no puede cesar en su afán de construir ciudadanía, en alimentar la resistencia, en forjar tejido social para asumir el desafío de la vida, que habrá de venir al terminar estos tiempos de mengua.


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