Hay gobiernos que existen para resolver los problemas de la población a la cual sirven. Y hay otros que están allí para, mientras explotan a la gente en beneficio de sus intereses económicos y de poder, sólo explicarles por qué supuestamente sufren los problemas que tienen, pero sobre todo para excusarse de por qué no pueden hacer nada para resolverlos.

Este segundo tipo de gobierno suelen tener al frente burócratas que privilegian el hablar al hacer, que son expertos en buscar excusas a su inacción e ineficacia, y que se constituyen en auténticos ventiladores argumentales, repartiendo responsabilidades y culpas a cualquiera que no sean ellos.

Una de las preocupaciones esenciales de estos gobiernos es proveer a sus seguidores, y luego a la población en general, de mecanismos para manejar y resolver lo que León Festinger bautizó como “disonancias cognitivas”. Según la teoría de la Disonancia Cognitiva, las personas sufren un estado desagradable o “molestia psicológica” cuando descubren incoherencias o inconsistencias entre sus diferentes actitudes o cogniciones, o entre sus actitudes y su conducta. En consecuencia, desarrollan una serie de esfuerzos y estrategias para eliminar o disminuir esa disonancia.

Así, por ejemplo, si alguien es simpatizante de un gobierno cualquiera, pero al mismo tiempo sufre en carne propia una situación económica y social negativa por causa de las políticas de ese gobierno, puede intentar resolver la disonancia entre su actitud y su conducta por cualquiera de 4 vías:   podría pensar que su situación en realidad no es tan mala (modificación de la cognición),  dejar de simpatizar con el gobierno (modificación de la conducta), decidir que no hay evidencias que el gobierno sea culpable de sus penurias (modificación de la importancia de una de las cogniciones o de la relación entre ellas) o convencerse de que su mala situación es culpa de otros factores, como la mala suerte, los gobiernos anteriores o la acción de otros factores políticos.  Según los hallazgos experimentales, la mayoría de las personas opta por las 2 últimas estrategias. Y es aquí donde una conveniente e invasiva política comunicacional juega un papel importante.

Un objetivo primordial de los malos gobiernos es proveer a la población de explicaciones alternativas a la realidad que viven, no importa la veracidad de las mismas. Para alguien que simpatice con la actual oligarquía madurista, problemas como la inseguridad, la violencia, el costo de la vida, la carencia de servicios públicos o el lamentable estado de salud del país -problemas todos asociados con la gestión de gobierno- representan un reto a su fidelidad política. No puede desconocerlos, porque los vive en carne propia. La solución “objetiva” a la disonancia “apoyo al gobierno-penuria personal” sería acabando con el primero. Pero las investigaciones nos advierten que, más que acercarse a la respuesta objetivamente “correcta”, lo que por lo general interesa a las personas es resolver por cualquier vía la incomodidad generada por la disonancia.

La única forma que las personas no terminen rechazando y condenando la acción del gobernante con el cual han simpatizado es que sean convenientemente alimentadas con explicaciones que le permitan resolver su disonancia en cualquier dirección. Entonces el discurso oficial, más que informar, privilegia la generación de elementos cognitivos que permitan a los sufrientes explicar su situación por cualquier vía, menos la objetiva, que es la relacionada con la acción del poder público, y así intentar proteger los apoyos políticos.

Así, por ejemplo, la altísima inflación es culpa de la especulación; la escasez es porque la gente compra mucho y los continuos cortes de luz son por sabotaje; si tenemos el más alto nivel de embarazo precoz del continente es por culpa de las familias que no educan bien a las niñas, o quizás porque estas últimas son muy “sinvergüenzas”; y la violencia y la inseguridad se deben a que el venezolano “ha perdido los valores”, o por la influencia de las comiquitas gringas y las series de televisión importadas. Y hasta hay quienes creen en una de las mentiras más grandes y al mismo tiempo más fácilmente demostrables, y es que la larguísima crisis económica que sufrimos es consecuencia de las sanciones que la comunidad internacional ha impuesto a algunos corruptos y violadores de los derechos humanos.

Lo cierto es que la vida es cara porque el gobierno se empeña en un modelo que en todas partes donde ha sido aplicado produce el mismo resultado de inflación y hambre. Nuestro alto nivel de embarazo precoz no es culpa de nuestras niñas ni de sus familias, sino que está asociado a la cada vez más temprana deserción escolar y a la ausencia de una política de integración de las adolescentes al trabajo y al estudio. La delincuencia se nutre de la altísima impunidad del sistema judicial, la cual a su vez se asocia con razones de naturaleza político-partidista. Lo que vivimos en Venezuela no es un asunto de “pérdida de valores” de los ciudadanos ni de ninguna “descomposición moral” del pueblo. Es, por encima de todo, la consecuencia trágica e inevitable de un modelo de dominación que sólo sirve para enriquecer a unos pocos a costa del dolor y desdicha de la mayoría.

Y en cuanto al último ejemplo, lo cierto es que la tesis oficialista de esgrimir la penuria de la gente como ocasionada por las sanciones internacionales no resiste un mínimo análisis.  Y para muestra, sirvan sólo unos muy pocos ejemplos. Recordemos que las sanciones a funcionarios individuales del régimen comenzaron a imponerse apenas a mediados de 2016. Pero la caída de la economía viene de 2014, cuando las sanciones no existían. De hecho, y en términos acumulados, en el período 2014-2016, la economía venezolana perdió 24,5% de su tamaño real.

El índice nacional de precios al consumidor cerró 2015 en 270%, la cifra más alta registrada hasta entonces por el BCV en la historia del país y la más elevada de todo el planeta, mucho antes que el tema de las sanciones apareciera en la agenda internacional.  El inalcanzable costo de la vida y la inflación desbocada que sufrimos los venezolanos no tiene nada que ver con sanciones internacionales, y sí con una política económica que sólo ha traído hambre y miseria.

Ejemplos como los anteriores abundan, pero lo importante es subrayar que las sanciones decididas por algunos países de la comunidad internacional no son la causa de la crisis, puesto que demostradamente ésta es muy anterior a aquellas, sino la consecuencia del comportamiento de un régimen que ha violado leyes y ha transgredido todas las normas posibles en detrimento de los venezolanos y en su propio beneficio.

En la reciente exhortación pastoral con motivo de la CXX Asamblea Plenaria Ordinaria de la Conferencia Episcopal (12de julio de 2023) los Obispos venezolanos desnudan una realidad que no puede ocultarse con propagandas oficiales ni con argumentos risibles de laboratorios mediáticos. Afirman nuestros obispos:

“Nos preocupa la pobreza generalizada; las fracturas de las familias producto de la migración forzada  de  millones  de  venezolanos; el creciente número de  niños,  adolescentes  y  adultos mayores  desnutridos, con  sus  irreversibles  secuelas  para  su vida; la  inequidad  social  y económica;  el  deterioro  de  los  servicios  públicos  y  de  salud; el desmantelamiento de  las industrias  básicas;  la  falta  de  seguridad  jurídica, la corrupción  administrativa  e  impunidad generalizada; las limitaciones para la movilización por la falta de combustible y de transporte, el deterioro ecológico de extensas áreas, que afecta principalmente a los pueblos indígenas; el control  que  en algunas  zonas ejercen  diversos grupos irregulares armados. Igualmente, la gravísima crisis educativa que se manifiesta, entre otras cosas, en la deserción escolar  y  docente,  los  bajos  salarios  de  los  maestros  y  profesores,  el  deterioro  de  las infraestructuras  escolares. Venezuela luce hoy el rostro de un país fracturado…” (Artículos 6 a 8).

Y frente a esta lacerante realidad, la Conferencia Episcopal venezolana denuncia lo que ellos llaman una “crisis de responsabilidad”, donde “ante las  dificultades  y  carencias que  padecemos,  pareciera  que  nadie  es responsable y todo se atribuye a causas ajenas o a terceras personas o naciones”.

De nuevo, no importa la excentricidad, falsedad o incluso irracionalidad de las explicaciones oficiales para intentar eludir su responsabilidad: lo que cuenta para los poderosos es proteger los apoyos, excusar las ineficiencias y fallas, y garantizar la permanencia de la clase gobernante. Y para ello, la resolución adecuada de las disonancias entre las situaciones reales vividas y el discurso político, a favor siempre de éste último, es de importancia crítica. Nunca resuelve problemas, sólo los explica para huir de su responsabilidad. Su finalidad última no es que los problemas del país sean resueltos, sino que el pueblo resuelva su disonancia sin que eso produzca cambios de conducta, y así perpetuar su condición de dominación.

@angeloropeza182


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