Foto: Jordan Davis en Pixabay

Sitúense. Martes, 12:00 de la noche aproximadamente. Masterchef celebrity en la uno, yo en el sillón del salón. Se daban todos los elementos para caer en un suave y dulce sopor que invitaba a irse a dormir. “Está bien. Ahora te levantas del sillón, un pis y a la cama. Con un poco de suerte, el sueño te cogerá enseguida”. En estas circunstancias, me dirijo al baño, sin encender la luz del pasillo para realizar mi última misión del día, misión, por otro lado, plácida y placentera a la vez. Los niños están en sus cuartos, mi mujer ya dormida. Nada se puede torcer. O al menos, eso pensaba.

Enciendo la luz del baño con el único fin de acertar con el chorrito ( sí, chorrito, ¿qué pasa ?, ya tengo 50 años ) y repentinamente la paz se desquebraja como un magnum chocolate.

Así, sin avisar, una polilla gigante se abalanza sobre mí acertándome en mitad de la frente. “¿Pero qué coño?”, pienso, arrancado cruelmente de mi somnolencia. Mi primer impulso es quitarme la zapatilla y aplastar al bicharraco, pero desafortunadamente siempre voy descalzo por casa.

A todo esto, la polilla sigue su errático vuelo, rebotando contra las paredes del baño, contra el espejo y varias veces contra mí mismo. Cabría preguntarse cómo un ser tan imbécil que no es capaz de encontrar la ventana para salir, por otro lado abierta de par en par, ha sorteado la altura del edificio, bajado por el patio y entrado por la ventana en total oscuridad.

A todo esto, no me pregunten por qué, me invade la sensación de que si mato a esa polilla no dormiré en toda la noche presa del remordimiento, así que opto, con movimientos espasmódicos, por intentar dirigir su vuelo hacia la ventana. Es inútil. Las cucarachas pueden sobrevivir varios días si les cortas la cabeza, pero parece que las polillas directamente nacen sin cerebro. Si alguna polilla está leyendo esto, ruego me lo haga saber para rectificar.

Tras muchos intentos de redirigir a la polilla y tras posarse esta en todo tipo de lugares inverosímiles, al fin consigo que se pose en un objeto móvil, para más señas, la máquina de cortar el pelo, que se encuentra en su funda, así que cojo la susodicha máquina y la saco por la ventana con el mayor de los cuidados. Una vez fuera, con una sacudida tan brusca que la máquina está a punto de acabar sus días en el suelo del patio, al fin logro que la polilla levante el vuelo y se vaya rumbo a horizontes más hermosos y lejanos, probablemente el cuarto de baño de otro vecino.

Finalmente, extenuado por el esfuerzo vuelvo a la cama con más tensión en los hombros que un preso de Alcatraz. “¿Pero qué coño hacías en el baño?, ¿reformas?”, me dice mi mujer. Mejor te lo cuento mañana.

Inútil de todo punto intentar conciliar el sueño. La polilla me atormenta en mi somnolencia y para colmo me doy cuenta de que con tanta vorágine me he olvidado de mear. Vuelta al baño.

Si alguna reflexión válida me ha aportado esta traumática experiencia es que cada cosa ha de estar en su sitio. Me explico. Esto me ha hecho recordar cuando una vez, hace casi treinta años, aproveché una ausencia de mis padres, que se habían ido a Benidorm, para comprar una cotorra argentina. Sí, esas que ahora invaden la ciudad de Madrid y otras ciudades.

Entonces me pareció una idea buenísima. Por supuesto, también adquirí una jaula de esas con peana, digna del loro del guateque, esa fantástica película de Blake Edwards, y la instalé, con su inquilina verde, en el salón de casa de mis padres donde aún habitaba yo.

El animal era magnífico, con su plumaje verde y gris y esa mirada que yo no sabía interpretar, pero que significaba “te vas a cagar, chaval“, como pude comprobar al día siguiente, domingo para más señas. Por aquella época, yo apuraba las noches de los sábados hasta límites peligrosos, pero solía acostarme antes de salir el sol y así lo hice. Pero no mucho antes.

Apenas había conciliado el sueño cuando, con las primeras luces del alba, un graznido infernal, que parecía salir de los confines de una tierra subterránea, me travesó la cabeza de parte a parte, proporcionándome  uno de los sustos más grandes que me han dado en mi vida. Acto seguido, sin tiempo de reacción le siguió otro, y otro, y otro más. Yo no me acordaba de la cotorra ni de su puñetera madre. Bastante tenía con saber dónde estaba a esas horas de la mañana. Cuando por fin alcancé el salón, el pajarraco aquel me miró con desprecio y me lanzó otro graznido, por si no me había enterado.

Lo peor de todo no fue esto, que por otra parte fue bastante terrorífico, sino cuando esa tarde volvieron mis padres y vieron al bicho allí. Mi padre me miró y sin abrir la boca, por telepatía, me dijo: “¿pero qué coño es esto?” y yo se lo expliqué, haciendo una loa de las virtudes del animalito que mis padres no se tragaron en ningún momento. Peor aún fue cuando en medio del Madrid- Barça que se jugaba esa noche, al animal le dio por cantar lírico. En este caso la mirada de mi padre era la de “¡tú eres gilipollas!”. Mi padre nunca me llamó gilipollas como tal, pero su mirada era clara y meridiana.

Desgraciadamente, una semana después, mi madre limpió la jaula de la cotorra, a la que habíamos mudado a la terraza para que además de despertarnos a nosotros lo hiciera con todo el barrio y por accidente se dejó la puerta abierta. Mi cotorra fue uno de los primeros pasos de la colonización actual, sin duda.

No hay que sacar de su entorno a determinados bichos, porque se despistan y toman actitudes erráticas. Esta mañana, viendo la sesión de control al gobierno, lo he corroborado.

Y ¿adónde vas? me preguntarás.

 Manzanas traigo, te respondo yo.


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