La polarización que ha venido caracterizando los procesos políticos de los últimos tiempos se origina, a nuestro modo de ver las cosas, en la falta de mutuo reconocimiento entre quienes sostienen ideas o propuestas que pueden ser antagónicas, a lo cual se añade el aislamiento derivado de serias carencias comunicacionales entre líderes doctrinarios y movimientos que simbolizan corrientes alternativas. Desde la intolerancia recíproca no hay más que un paso a la discriminación y al desprecio del contrario, incluso a la agresión verbal o física para con aquellos que piensan o actúan de manera diferente. En estos casos, la opinión pública suele igualmente repartirse en extremos opuestos, desdibujándose espacios para la actuación eficaz de quienes proponen moderación en el debate de las ideas y el proceder habitual de la dirigencia y sus partidarios. Emerge entonces el fanatismo que desplaza la racionalidad y atenta contra la ética del comportamiento, contra las buenas costumbres, contra la vida civilizada en sociedad; y de todo ello no puede aflorar sino el desastre que proviene de conflictos sociales de mayor o menor envergadura y que sin duda habrían podido evitarse en la razonable práctica del diálogo, del respeto a la persona humana y la ecuánime aceptación del disenso como posibilidad.

Las expresiones del populismo como tendencia de ciertos liderazgos –sean estos de izquierdas o de derechas– parecen ser lugar común en sociedades fuertemente polarizadas. Tendencia generalmente asociada a propuestas de igualdad social y que promueven la movilización de las masas alrededor de un líder carismático. En ello sobresale el elemento emocional, en la medida que los líderes populistas saben manejar emociones y de allí el éxito que usualmente alcanzan en sus campañas electorales; a la larga, las verdades y los reveses se imponen como realidades tangibles que contrastan con el discurso gaseoso, a veces irresponsable e infantil de los populistas.

El asunto de las ideologías situadas en los extremos del pensamiento y de la acción política suele derivar igualmente en severas confrontaciones entre fanáticos de una u otra tendencia. En tales términos, se hace extremadamente difícil conciliar posiciones o matizar programas de gobierno que ante todo deben respetar las diferencias planteadas entre grupos sociales o individuos con iguales derechos y obligaciones. Cualquier forma de discriminación social es inadmisible y en todo contraria a la práctica de los derechos humanos; también la imposición unilateral de programas o políticas públicas sustentadas en simples mayorías –a veces no alcanzan la mitad del padrón electoral– se convierte en innecesaria provocación que arrastrará consecuencias. Pero tal como hemos visto, se avivan las pasiones y los contrastes, mientras se ignora el verdadero interés de los electores: resolver sus necesidades básicas, sin importar el contenido ideológico y la bandera de quien acomete los programas de acción política en nombre de los ciudadanos.

Más allá de lo apuntado, todo indica que en Hispanoamérica reaparecen los matices y las discrepancias entre las dos izquierdas de que hablaba Teodoro Petkoff en sus ensayos sobre la materia. Si la “izquierda” en sentido genérico había querido en su momento diferenciarse del fracasado socialismo real –de la Unión Soviética y sus satélites, para más señas–, en nuestros días parece que vuelve a tomar distancia de la fórmula “arcaica”, asociable como dice el citado Petkoff, por la gracia de Fidel Castro, de Chávez y ahora de sus respectivos seguidores, a lo que fue el comunismo mundial en tiempos de la guerra fría. La otra izquierda –antagónica a la “arcaica”– parece haber internalizado los valores democráticos como componentes esenciales de sus proyectos políticos y de cambio social y económico. Y aún así, a veces trasluce en los discursos de sus dirigentes ese halo de resentimiento social que tanto Castro como Chávez explotaron al súmmum y que además quisieron instrumentalizar en perjuicio de la clase media y de los empresarios.

En materia económica, parece que las dos izquierdas se aproximan al insistir en paradigmas de desarrollo y de gestión fiscal que no hacen más que repetir errores históricos del socialismo real; ignoran las aptitudes del mercado y de la libre iniciativa, naturalmente sin descuidar el sentido de lo social en la acción de gobierno y la necesaria regulación y supervisión de ciertas áreas de actividad. Se sabe bien que la macroeconomía –como dijera Petkoff– puede tomarse terribles venganzas sociales cuando se la maneja con desaprensión e irresponsabilidad. Es el caso de algunos gobiernos llamados progresistas, que insisten en modelos marcadamente estatistas e intervencionistas de la actividad económica.

Pero hay algo más que no podemos dejar de mencionar en esta breve entrega. La izquierda “arcaica” sostiene una particular interpretación de la democracia como sistema de gobierno, que ha derivado en inestabilidad política y severos enfrentamientos no solo entre nacionales, sino además con miembros de la comunidad de naciones. Sus líderes, al mejor estilo de los más feroces dictadores de la historia contemporánea, encarnan el sistema amoldado a su imagen y semejanza, de modo tal que su sola presencia física dinamiza la vida política nacional. Y para mantenerse indefinidamente en ejercicio pleno del poder público, someten a las instituciones democráticas y además intervienen y alteran los procesos electorales. Los dolientes ejemplos de Cuba, Venezuela, Bolivia y Nicaragua ilustran la perversa actuación de la izquierda “arcaica” que no cesa en su empeño de dominar el mundo hispanoamericano en todos sus frentes. Está por verse si los gobiernos progresistas de México y Argentina marcarán verdaderas distancias; también el de España, cuya debilidad palmaria aconseja extrema cautela en su futura gestión.


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