Cuando bajé a los sótanos de la Seguridad Nacional en tiempos del perezjimenato encontré a mis amigos allí encarcelados y todos llevaban barba. Me estremecí al verlos porque en ese tiempo los jóvenes no usaban barba. Creo que ha debido ser Fidel Castro quien la puso en boga. Los vi y de inmediato surgió el abate Farías y su larga barba de años confinado en el calabozo de los espantosos arrecifes de la isla de If enseñando a vivir a Edmundo Dantés, antes de convertirse para gloria de la aventura literaria en el Conde de Montecristo. «Estaré preso toda mi vida», pensé con la esperanza hecha pedazos.

La naturaleza ñángara que me dominaba en aquel entonces me inclinaba a asegurar que salvo mis amigos barbudos no tenía familia y mi destino no era otro que podrirme en aquel sótano de maltratos y desilusiones. Pero no fue así. Una tarde, uno de los esbirros se me acercó preguntando cómo me llamaba. Un hijo suyo estuvo de paciente en la clínica de mi hermano José Luis y en agradecimiento se ofrecía como enlace con mis hermanos. Y descubrí que tenía una familia tan poderosa que logró hablar con el propio Pérez Jiménez y una semana más tarde en los mismos sótanos de la Seguridad Nacional firmé el pasaporte que dos días más tarde me llevaría a Nueva York, donde vivía mi hermano Omar. Una insólita y desconcertante paradoja: un régimen fascista y militar envía a Nueva York, consagrado corazón del capitalismo, a un «declarado marxista» que ha estado preso en la odiada mazmorra del su mayor enemigo.

Pero la extravagante historia no impidió el vejamen y los suplicios de varias torturas físicas y psíquicas. Estas últimas podrían condensarse en el abyecto y podrido lenguaje de Aparicio, el sádico alcalde de la cárcel. Llegaba a su trabajo a las 6:00 de la mañana maldiciendo al mundo y a nosotros con densas y estruendosas vulgaridades que me aturdían tanto que secretamente me hacían preferir las torturas físicas. Gritaba cuando veía a un preso conversando con otro: «¡Ep, mucho conversándome con cuyo detenido!».

Mi amigo Simón Sáez Mérida, dirigente político de Acción Democrática, me enseñó algunos trucos para evitar las torturas. Encaramarme con los pies desnudos en el rin del automóvil, la maldita rueda metálica, antes de que el torturador lo ordene. Entonces, molesto gritaba: «¿Quién te mandó a montarte en esa vaina, hijo’e puta? ¡Bájate de allí, coño!». Y uno se bajaba y no sufría esa tortura porque es el torturador quien da la orden y no la víctima.

El torturador puede ser aún más perverso y sofisticado y destina dentro del pabellón de los presos políticos un cuartico para aplicar electricidad a los delincuentes comunes solo para minar el ánimo de los políticos y aturdirlos con los aullidos de las víctimas. Como mecanismo de defensa terminamos por llamar Sábado Sensacional a aquel perverso ultraje. Otras veces sentaban en el pasillo durante horas a la víctima cuando descubrían que era un poeta y ocasionalmente pasaban frente a él a un preso ensangrentado arrastrado por un esbirro sonriente y satisfecho.

Me agrada contar la historia que sigue porque vive en ella la luz de la imaginación y los resplandores de la libertad. Guillermo Sucre se acercaba, me veía y decía: ¡Vámonos! y caminábamos dos o tres pasos en aquel pabellón de tristezas y estábamos en Paris en el boulevard Saint Germain des Prés, viendo a Sartre y a Simone de Beauvoir tomando café en Les Deux Magots; bebíamos una cerveza en La Coupole, en Montparnasse o caminábamos por el Boul’ Mitch, y cuando nos sentíamos cansados regresábamos a la prisión. Nunca me he escapado tantas veces de una cárcel como entonces.

Pero era mucha la tristeza y la nostalgia.

Desde un cubículo anexo al pabellón se encontraban varios compañeros pagando extremado castigo y uno de ellos, un amigo muy querido, me llamó y dándome por una rendija un toconcito de lápiz y un papelito me pidió con voz de lágrimas que le escribiera un poema para no sentirse solo a pesar de estar compartiendo su desgracia con otros desdichados. Lo hice. Me sabía de memoria el último poema que escribió Robert Desnos a Yuki, su mujer, en el campo de concentración nazi de Theresienstadt, Checoslovaquia, donde murió de tifus un día antes de que el campo fuera liberado por las tropas aliadas y lo anoté en el pedacito de papel.

«Te he soñado tanto, /he caminado y hablado tanto de ti, /amado tu sombra/ que nada me queda de ti/

Solo me queda ser sombra entre las sombras,/ ser cien veces mas sombra que la sombra./ Ser la sombra que vendrá y volverá/ en tu vida llena de sol».

Era un homenaje a Desnos, animaba a mi amigo y establecía la certeza de que la poesía, es decir, yo mismo, vive, canta y vence al tiempo más oscuro y tenebroso.


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