«Mein Spiegel schaut nach innen» («Mi espejo mira hacia dentro»). Paul Klee

Todo cuanto escriba en este artículo está sometido a la difícil circunstancia de ser una atrevida elucubración mía, desde un sistema filosófico-literario que me he inventado a falta de uno que me satisfaga plenamente, supongo que por una vieja y terca manía de hacer mis cosas por mí mismo y conforme a mi obstinada y peculiar manera. Por consiguiente, me basta con saber que me sirve a título personal. Si a alguien más se le aviene bien, pues no podré pedir más sabiendo que ya no soy un solitario terco…

Sobre idealismo simbólico puede leerse algo en mi página web, de modo que pueda ocuparme expresamente del tema central del título de este ensayo, que pretende ser una reflexión menos compleja que la que suscita aquel. Diremos, eso sí, que el fundamento del sistema es la concepción del mundo en tanto que órgano reflector cuyo azogue es la belleza exterior, a cuya restauración está llamada la poesía —en su sentido más amplio, como esencia armónica de todas las artes—, y en el cual el alma logra conocerse a sí misma reconociendo en dicho reflejo su propia armonía interior al resonar esta con aquella en un lenguaje íntimo.

La poesía, por consiguiente —y siendo exteriorización de este lenguaje íntimo que reestablece la belleza en el mundo, donde el alma se refleja y reconoce—, es mediadora entre el ser y su identidad. Eso significa, sensu stricto, que ella compromete lo más esencial de mí en cuanto que persona humana.

Sin la poesía nadie es lo que debería ser. Entiendo que acabo de hacer una afirmación muy seria, sin embargo, fundo mi concepción ontológica en este categórico, pues asumo la belleza como el tiempo de mi alma. Todo cuanto soy transcurre en ella o en su ausencia, pero nunca al margen, en virtud de lo cual es la magnitud que edifica mi identidad y eternidad. Cuando las personas se vacían de aquella, también quedan exentas de (re)conocerse y trascender.

Cada vez que escuche el adagio del Concierto de Aranjuez, de Joaquín Rodrigo, por ejemplo, me reconoceré en aquella madrugada del 12 de diciembre de 1980, cuando mi padre murió y un vecino tocaba dicha pieza. Entre la belleza de ese movimiento y la que me habita hay una resonancia que, aunque no la convierta en un texto literario, me dice que soy yo, no otro, y eso que soy en tal armonía me afirma genuinamente ante la otredad. Siempre que siento temor frente a alguna circunstancia, oigo ese pasaje musical y vuelvo a recuperar el coraje de aquel adolescente de catorce años que —sabiéndose el mayor de sus cinco hermanos y viendo la indefensión de la madre viuda— avanzó en dirección a la vida. En su melodía mi alma logra ver el reflejo de una altísima areté que entonces tuve y sigue en mí… Es el espejo más sagrado que mira hacia mi interior…

Ahora bien, no solo deseo que la armonía que me habita logre reconocerse en su reflejo exterior. Sé que hay en mi interior otra belleza, absoluta y pura, aquella de la que un día partí y a la cual retornaré, una tal que es apenas —y sin menoscabo de sí— la más alta posibilidad de ser al unísono palabra y luz incesante. Yo escribo para configurar en signos lo sagrado que hay en mí: el susurro de lo eterno, y soy la perplejidad que contempla el universo esperando reconocer en él su reflectancia, el fulgor que me diga que todo cuanto hay de bello en él es suyo, no por el hecho de que le pertenezca, sino porque en su altísima magnificencia podría ser lo que debe. La belleza es el latido de Dios en el mundo. Sin ella, está ciego el tiempo y sorda la eternidad que somos.

Ya dije al inicio que este artículo tenía la difícil y quizás desafortunada circunstancia de ser mi propia elucubración, seguramente poco atractiva para muchos. Es probable que algunos esperen de mí un mayor rigor académico. Lo siento. Ya no pertenezco a una neoilustración de la que fui alguna vez entusiasta. He comprendido que la inteligencia es pobre e impotente si no es fecundada por el sentimiento y la pasión, que estos la alzan a esa altura que desde niño añoro, que sin ellos, aquella es solo un ejercicio técnico y abigarrado de lógica que es suficiente para quedar bien en ciertos ambientes sofisticados, pero que no alcanza a un alma que tiene nostalgia de la eternidad.

Yo busco una belleza eterna que sé imposible ahora y aquí y, sin embargo, tengo la certeza de que en la poesía logro sentir, que no entender, un presentimiento de eternidad en el que todo ocaso y alba se hacen una sola incandescencia y símbolo. Vivo en la perplejidad de una luz que aún no veo, como quien teniendo los ojos cerrados sabe con seguridad que un resplandor está al otro lado del velo de sus párpados. Cuando finalmente los abra, seré mi propio símbolo en la belleza absoluta, una potencia sígnica tal que no necesitaré más palabras o silencios…

@Jeronimo_Alayon


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