Guillermo Del Toro resucita el lenguaje del stop motion con su lograda versión del clásico cuento de hadas, Pinocho, encuadrándolo en su universo fantástico y geopolítico, inspirándose en autores de la escuela checa como el maestro Jan Švankmajer, específicamente remitiéndose a su película El Pequeño Otik, una fábula monstruosa acerca de un matrimonio que adopta a la raíz de un tronco como su hijo.

Ahora el Pinochino es una talla desprolija de madera, que se ganará nuestro respeto y aprecio como representante de una alteridad asimétrica que se relega.

Típico de Del Toro en su proyecto de reflexionar en torno al tabú de la muerte, riéndose de ella con elegancia.

Recientemente, Robert Zemeckys estrenó uno de los fiascos del año, al proponer una revisión live action del clásico de la Disney, para conservar su propiedad intelectual.

La gracia salió como una de las morisquetas de un año malo para la cultura woke y el cine de la propaganda buenista, a juro.

El largometraje del mexicano Del Toro, lanzado en la plataforma de Netflix, corrige los errores de su predecesora, plasmando la oscuridad del relato original de Carlo Collodi, publicado entre 1881 y 1883. La historia del títere se rejuvenece a partir del empleo de tecnología de punta, durante un arduo proceso de producción de más de una década.

Amor por las texturas analógicas en desuso.

El stop motion brinda una factura artesanal, dotada de un aura humana y realista a partes iguales, erigiéndose en una respuesta al formato dominante del 3D.

Por tal motivo, el esfuerzo será consagrado, de algún modo, en la próxima temporada de premios, seguramente con nominaciones predecibles de carácter técnico y algunas sorpresivas en las categorías superiores, como una de las mejores películas de 2022.

Considero el filme una pieza incontestable en su acabado estético, pero más sujeta a recibir críticas por su guion o su ideología. El libreto puede resultar predecible, habida cuenta de su narrativa y argumentación de mito occidental.

Como en la también surrealista traslación del italiano Matteo Garrone, el chiste radica en descubrir las desviaciones y transgresiones que se toma el director como licencias poéticas, de cara a la fundación del arquetipo.

Guillermo Del Toro prescinde de detalles, como las anécdotas de la feria de atracciones y la isla de los burros, para concentrarse más en la relación paternal de los personajes, con un Gieppeto adulto y quijotesco, que se consume por el delirio de la creación de su pequeño Frankenstein de madera de pino, ante la muerte de su hijo, bajo las bombas del fascismo ordinario.

En adelante, la cinta desarrolla un melodrama subjetivo y alucinado, desde la visión de un anciano solitario que debe elaborar su duelo y superarlo en el llamado de la aventura.

Por ende, la Pinocho de Del Toro compagina con el sentido existencialista de su obra, al evocarnos la tragedia histórica que rodea a títulos suyos como El Espinazo del Diablo y El Laberinto del Fauno.

El realizador vuelve así a enfrentar a los demonios del pasado, cuyas réplicas padecemos en el presente de la cultura del odio, la guerra, el sectarismo y la xenofobia.

El humor negro se concentra en el desmontaje de un blanco fácil y algo inofensivo, pasadas las décadas, me refiero al Duce, a quien Chaplin sí enfrentó cuando ello suponía un riesgo, un peligro de muerte.

Hacer caricatura de Mussolini, aporta un gag de una comedia gruesa y escatológica que parece fuera de contexto, como de un capítulo de South Park con Mister Hankey-Popo, una arbitrariedad paradójicamente populista que busca mofarse del nacionalismo demagógico de nuestros días. De seguro se trata de una indirecta, bastante obvia, para congraciarse con el Hollywood del progresismo inmaculado.

Personalmente, no soy fanático del personaje aludido, Benito y su combo. Aborrezco a los dictadores de ayer y hoy.

Pero siento que Del Toro ha fabricado un cliché, un lugar común que el cine viene profundizando mejor desde la Segunda Guerra Mundial. Verbigracia, el caso de Fellini en Amarcord.

Sospecho que uno de los problemas del cine político de cineastas como Del Toro es plantearnos dilemas infantiles, de tono maniqueo, donde se finge compromiso y conciencia, cuando en realidad hay un abierto temor a complejizar y a tocar temas actuales que incomoden de verdad.

Una evasión que obvia los sufrimientos que padecemos a manos de los Pinochos contemporáneos.

En su pleno descargo, el grillo de Ewan McGregor y las voces del reparto justifican la excelencia del contenido en cuanto a su forma y diseño de producción.

Ni hablar del tiburón ballena que transmite la emoción y el afecto Del Toro por las criaturas fantásticas y monstruosas del agua.

Ver los sets de Del Toro es como asistir a la exposición de un genio del barroco y de la intertextualidad camp, que se crece en la reconstrucción vintage de géneros olvidados.

Por consiguiente, a pesar de sus puntos discutibles, Pinocho obtienen una fama merecida y se recibe con la distinción de un clásico automático del cine animado.


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