El virus que mantiene al mundo aterrado y en permanente zozobra y al país venezolano en crispante estado de paranoia con la impredecible y exagerada vigilancia del régimen militar, nos ha obligado a los humanos a descalzarnos cada vez que llegamos de la calle antes de entrar en casa. Es obligatorio quitarse los zapatos, pero hay quienes los lavan y sin despojarse del tapaboca se restriegan las manos con un gel antibacterial, se desvisten, se bañan, se ponen ropa limpia y  con el codo tocan el de la agobiada esposa a manera de saludo amoroso manteniéndose alejados de los hijos pequeños que se miran uno al otro sin entender qué es lo que le pasa a papá.

La madre se ve incitada a ocuparse de la educación de los hijos que no pueden asistir a la escuela. Sin percatarse se está convirtiendo en moderna pedagoga al enseñarles comportamientos y una visión general de la historia o de la geografía humana sin atender a los complejos e inútiles detalles que gustan a los maestros.

En Japón y en muchos países asiáticos se practica la costumbre de descalzarse antes de entrar a la casa no solo para evitar contaminarla con las impurezas del camino sino para manifestar a los dueños que no van a permanecer en ella. Visto así, el virus nada tiene que ver con esta antigua conducta social que se observa también cuando se entra al templo o se visitan lugares sagrados.

En la antigüedad, el calzado era símbolo de libertad porque solo los esclavos andaban con los pies desnudos. Sin embargo, los simbolistas consideran que andar con los pies desnudos significa tomar posesión de la tierra, conectar la energía del cuerpo con la fuerza y el eterno e inagotable vigor que emanan de ella.

Mi mujer lo primero que hacía al llegar a casa era quitarse los zapatos; mi hija Valentina en Los Ángeles hace lo mismo. Y mi hijo mayor cuando era pequeño vio a algunos niños de la calle que caminaban descalzos y comentó lo bueno que era andar así y Belén le dijo: ¡Sí! ¡Pero cuando se tienen zapatos!

En Israel, en tiempos bíblicos, para confirmar un negocio o consolidar cualquier contrato bastaba con que una de las partes se quitara un zapato y se lo entregara a la otra parte. Este insólito proceder aparece en el Libro de Ruth.

Hermes, en la mitología griega, era protector de las fronteras y de los viajeros que las cruzaban; por estas circunstancias era un Dios con sandalias, pero la tierra que pisaba le pertenecía por el solo hecho de caminar o correr sobre ella.

Mi memoria registra el momento en el que mi mamá me llevó a una zapatería que quedaba en el centro de la ciudad para comprarme unos zapatos. Tendría yo siete u ocho años de edad. Me fijé y me enamoré de un par de zapatos finos y atractivos, pero el vendedor, nunca sabré por qué lo hizo, convenció a mi mamá para que no comprara los que me gustaban porque iba a chapotear con ellos en los pozos de agua. Y mamá me compró unos horrorosos y baratos zapatos de baqueta.

Para la escuela freudiana (¡no pueden evitar la referencia al sexo!) los zapatos tienen que ver con el falo. Para otros, con el alma porque siendo lo pies el soporte de la relación entre el cuerpo y la tierra, el alma debe estar situada entre ambas potestades.

Muchos sostienen que los zapatos significan dominio individual, autosuficiencia y responsabilidad de las acciones que lleven a cabo quienes los porten. Es más, algunos aseguran que arrastran una connotación funeraria porque al morir, el difunto o la fallecida se marchan, dejan una huella, llevan consigo los mejores zapatos que usaron en vida.  Caminarán con ellos en el más allá.

El pie y la huella están forzosamente unidos al calzado. En la danza contemporánea el pie permanece liberado de la zapatilla de punta que en el ballet eleva a la bailarina para que se transforme en un ser etéreo.

Hay un águila calzada, pero yo jamás la he visto. En la nieve, las huellas de Jack Griffin (Claude Rains,1933), el primer hombre invisible del cine, permitieron a la policía disparar más arriba de ellas, al aire, para que se desplomara el hombre que había descubierto la manera de eliminar la materia y hacerse invisible sin percatarse que la invisibilidad lo convertía en un ser perverso.

En cambio, visiblemente, Hugo Chávez arrastró consigo un populismo jactancioso que no prosperó o echó retorcidas raíces. Nicolás Maduro  convirtió a Chávez en un pajarito belicoso, pero el propio comandante entró en la desaforada y desalentadora historia política venezolana con mal pie, es decir, de mal agüero, cáncer, y mala fortuna, o con el pie izquierdo aprisionado en una inclemente bota militar; y todo él, macizo, vulgar, corpulento, presuntamente anudado al negocio del narcotráfico creyó estar siempre al pie del cañón teniendo en la mira no solo a los colombianos residentes en el país sino a todos los que adversaban sus disparatadas ocurrencias y se petrificaban escuchando sus insolencias.

Luego el destino se enredó en la mala jugada de convertir a Nicolás Maduro en multiplicador de penes y en el peor mandatario que hayan padecido los habitantes de esta tierra de desgracia. Sus desaciertos provocan estupor en el ánimo de los venezolanos y resquebrajan el temple de las naciones que no aciertan a calcular el tamaño de la piedra que tiene en su zapato.


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