oro Nicaragua
Daniel Ortega y Nicolás Maduro

Hay sátrapas con suerte. Individuos que llevan años perpetrando cada vez más tropelías pero a nadie parece importarle. Fue en su momento el caso de Fidel Castro y lo es ahora el de Daniel Ortega y Rosario Murillo, su esposa y cómplice. Tras modificar la Constitución de Nicaragua, la pareja presidencial ha desterrado a doscientos veintidós presos políticos que desde hace tiempo languidecían en sus cárceles. Entre ellos había no pocos correligionarios sandinistas que se atrevieron a denunciar sus atropellos; también universitarios, periodistas, sacerdotes, líderes sindicales así como seis precandidatos presidenciales.

Posteriormente, y para completar su purga, añadieron a la lista a otras noventa y dos personas, entre ellas intelectuales como Gioconda Belli o Sergio Ramírez, premio Cervantes y expresidente a quienes despojaron de la nacionalidad. El castigo incluye además la expropiación de todos sus bienes y posesiones. Notable es el caso del obispo de Matagalpa, monseñor Rolando Álvarez, que, haciendo suya la premisa evangélica de que el buen pastor es el que da la vida por sus ovejas, se ha negado a exiliarse y en este momento cumple condena de veintiséis años de prisión en La Modelo, una de las cárceles más brutales de Latinoamérica.

Todo esto, sin embargo, no es más que la punta del iceberg del país de los horrores en que Ortega y Murillo han logrado convertir a la bella Nicaragua. Desde que Rosario Murillo –tras una revuelta estudiantil que se saldó con trescientos veintiocho muertos, cerca de dos mil heridos y cientos de detenidos– anunció «vamos con todo», Ortega y ella han cancelado arbitrariamente dieciocho universidades, cerrado cerca de treinta medios de comunicación y retirado el estatus legal a más de tres mil organizaciones no gubernamentales.

Ni que decir tiene que desde hace años prohíben la entrada a organismos como el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y otras entidades similares a las que niegan legitimidad para «opinar sobre asuntos internos». ¿Cuál ha sido la reacción de la comunidad internacional y en concreto la de habla hispana a todos estos desmanes? Tibia cuando no gélida. Ante el silencio –al menos de momento de Argentina y Brasil– el resto de los gobiernos llamados progresistas de la región (salvo el presidente de Chile y, en cierta medida, también el de Colombia) han dicho poco y nada. Lo más que han declarado es que «siguen con atención los acontecimientos en Nicaragua» mientras que el papa Francisco por su parte afirmó encontrarse «entristecido» por la encarcelación del obispo de Matagalpa añadiendo a continuación: «No puedo dejar de recordar con preocupación a monseñor Álvarez a quien quiero tanto…».

Tanta tibieza y tanto ponerse de perfil sirven a mi modo de ver para ilustrar el grado de cinismo (y también de amnesia) que manejamos todos. Mientras en el mundo acomodado y en las sociedades ricas nos rasgamos las vestiduras y nos mesamos los cabellos por pavadas y polémicas hueras, la realidad (y el dolor y la injusticia) van por otro lado.

En pocos días, lo acontecido en Nicaragua pasará seguramente a engrosar la lista de las tragedias olvidadas. Como ocurre, por ejemplo, con la situación penosa que desde hace más de medio siglo se vive en Cuba; o como la satrapía de Chávez y ahora de Maduro, que pronto cumplirá veintitrés años. Se trata de tragedias que como otras (pienso ahora en el Libia, Irak, Siria o Afganistán) durante un tiempo coparon titulares a cuatro columnas y abrieron todos los telediarios pero que ahora se han quedado fuera de foco. ¿Quién sabe lo que está ocurriendo en cualquiera de estos cuatro países? ¿Y a quién le importa si allí –o en Cuba o en Venezuela– se pisotean los derechos humanos, se encarcela sin juicio previo, se expolia o se mata? Todos padecemos de una piedad cansada. Durante un lapso de tiempo nos escandalizamos, horrorizamos y firmamos manifiestos, pero poco después llega otra tragedia, otra infamia que requiere sus tres o cuatro días de rasgarnos las vestiduras hasta que también esta pase al olvido.

Dicho esto, tanto lo que ocurre en Cuba como en Venezuela y ahora en Nicaragua nos interpela directamente. A diferencia de otras tragedias, esta la sufren personas que son de nuestra sangre, que comparten con nosotros cultura, valores, historia. Detrás de cada nombre, de cada atropello y de cada infamia hay alguien que habla, piensa y sueña en nuestro mismo idioma.

Ojalá no caigan en el olvido. Primero por justicia y segundo porque el olvido es el mejor aliado de los Fideles, los Maduros y los Ortegas de este mundo. Mientras el resto del planeta se muestra indiferente o amnésico, ellos ganan, se perpetúan, incluso se reafirman, como en el caso de la dupla Ortega y Murillo, en su delirante creencia de que todo lo hacen «por el bien del pueblo».

Decía Edmund Burke en una frase que ahora se repite mucho, que para que el mal triunfe solo se necesita que los hombres buenos no hagan nada. Lo mismo ocurre con nuestra piedad cansada, con nuestra amnesia e indiferencia. En los tres casos recién mencionados además sus dictadores cuentan con una muy útil coartada adicional, la de ser regímenes comunistas. Encarnaciones de ese bello espejismo de igualdad y fraternidad que, a pesar de haber fracasado en todos los países en los que se ha implantado, goza aún de un inexplicable predicamento. Y no solo predicamento, también de impunidad, porque, así como los dictadores de derechas pronto son tachados de totalitarios, criminales y fascistas, los de izquierdas piensan que tales epítetos no van con ellos, posiblemente, porque nadie se atreve a atribuírselos y de esa ventaja se aprovechan. Por eso atropellan, y expolian y matan, y «van con todo» como proclamara orgullosa Rosario Murillo, mientras el resto del mundo, con su piedad cansada, sestea.

Carmen Posadas es escritora

Artículo publicado originalmente en el diario ABC de España


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