Mijaíl Gorbachov, un mes después de tomar el poder en Rusia el 23 de abril de 1985, inició la reestructuración política de la Unión Soviética, proceso conocido como la perestroika, dirigido a la implantación de reformas políticas y económicas, destinada a desarrollar una nueva estructura interna de la decadente Rusia estalinista. En Venezuela desde hace poco tiempo se perciben ciertos aires de una “perestroika” producto del caos económico, la hiperinflación y aperturas comerciales en contra de la producción nacional. Los puerta-puerta, la grotesca rebaja arancelaria para la importación de vehículos en contra de la producción nacional y la eliminación de los aranceles para encubrir la ausencia de productos en los anaqueles de los supermercados, pintan una realidad que no es tan real, sino un espejismo en esta larga travesía.

La primera pregunta que surge es si estos cambio representan una perestroika dentro del proceso revolucionario, o tan solo una mentira más, encubierta en el hashtag «#Venezuelaserecupera”. La cuestión está en determinar si por el hecho que por ahora aparentemente se ha detenido la hiperinflación, significa que se está en un proceso de recuperación económica y social; este último en nuestra opinión más importante que el económico. Tal como lo acuñó Nicolás Maquiavelo (1469-1513), uno de los padres de la Ciencia Política Moderna, “la mentira como bandera política representa una punta de lanza para al alcanzar el fin”. Paul Joseph Goebbels, ministro para la Ilustración Pública y Propaganda, hizo de la mentira su llave para la instalación y consolidación del Tercer Reich en Alemania, acuñando pétreas frases como “Una mentira repetida adecuadamente mil veces se convierte en una verdad” o “Más vale una mentira que no pueda ser desmentida que una verdad inverosímil”.

La estrategia económica oficial, en contradicción a su doctrina ideológica, es un burdo plagio de las “satanizadas” medidas recomendadas por el Consenso de Washington, por lo tanto, surge una segunda pregunta: ¿existe dentro del oficialismo una lucha interna por el modelo económico a aplicar o estas medidas solo forman parte del concierto mientras se hunde el Titanic? ¿Se podrían considerar las últimas medidas como reformista dentro de la concepción marxista estalinista? ¿Están los liberales (reformistas) ganando la lucha interna? ¿La devolución del Sambil representa una ruptura con el abusivo “exprópiese”? Está todo por verse.

Para los defensores del Consenso de Washington, las políticas de ajuste y reforma estructural tuvieron su origen en la crisis de la deuda. En el caso venezolano, los orígenes las reformas y cambios en puerta tienen sus orígenes en las erradas políticas económicas, en la criminal e injustificada destrucción del aparato productivo, que conllevaron a la hiperinflación que hemos venido viviendo durante los últimos 36 meses.

El librito para conjurar este quiebre económico es tan bien conocido como satanizado, pero ha resultado la fórmula, no mágica pero si salvadora para muchas economías. El célebre “Consenso de Washington” con sus diez medidas, de las cuales el gobierno viene aplicando algunas de ellas calladamente para que no lo comparen con el “paquetico de Miguel Rodríguez”, como es el caso de la gasolina.

Si comenzamos por el aspecto tributario, si bien no existe una reforma tributaria como tal, la imposición de ciertas tasas como a las transacciones en dólares forman parte del Consenso de Washington. En materia cambiaria, la situación no está totalmente clara, ya que se considera que el tipo de cambio real debe ser lo suficientemente competitivo como para promover el crecimiento de las exportaciones a la tasa máxima, la falta de exportaciones impiden la realización de esta ecuación comercial. En esta misma materia comercial, la liberalización de las importaciones constituye un elemento esencial en una política económica orientada hacia el sector externo (orientación hacia afuera). Por el contrario, el país y su economía se ha convertido en una economía de puertos para beneficio de las grandes tiendas e importadores.

La privatización de empresas públicas a través del reciente anuncio de la puesta en venta de 10% de las empresas del Estado dentro del Consenso de Washington se puede considerar como una medida sana de reducir el gigantismo del Estado, pero en la forma en que se ofrece es tan solo un canto de sirena. Sin garantías a la seguridad jurídica, difícilmente existan capitales extranjeros que vengan al país, con el riesgo y peligro que esta medida sea utilizada para lavar ciertos capitales no tan santos. Finalmente, la devolución de los bienes confiscados arbitrariamente sin los procedimientos legales, constituyen un alivio para el Estado, pero esto debe conllevar una medidas compensatorias y reparadoras de los daños causados

El futuro del país no se puede arreglar bajo un eslogan o un hashtag. Se requiere de políticas claras sinceras, no con base en las prácticas goebbelianas.


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