The Gray Man, la película más costosa de Netflix, es también la más sintomática de la crisis de la plataforma de streaming.

En el futuro la recordaremos como una expresión decadente, como una suerte de Cleopatra, aquella bancarrota estética y comercial de Liz Taylor en los años sesenta, cuando se anunciaba el fin de una época y el comienzo del nuevo Hollywood.

Hoy The Gray Man, salvando las distancias, representa la cultura del derroche y la prepotencia que caracterizó a Netflix, antes de perder suscriptores y afrontar la primera caída importante de su audiencia a principios de 2022.

Dudo que The Gray Man, una cinta tan gris como su título, vaya a subsanar las urgencias financieras que tiene la empresa, que vaya a tapar el hueco por donde se han ido millones de dólares para nunca volver.

Estarán ahora extrañando su presupuesto de 200 millones de dólares, para honrar deudas e invertir mejor en la temporada de festivales.

De pronto Netflix se acostumbró a gastar mucho, a creerse el relato populista de los años ochenta, con aquellos productores como Jerry Bruckheimer y Michael Bay que empezaron a quemar plata en franquicias cínicas, de puro reciclaje, como yuppies y Lobos de Wall Street que adquieren acciones con el fin de asentar una voluntad de poder.

Al menos la acción salvaje y costosa de aquella década, se tradujo en algunos títulos memorables de acción y ciertas sagas de relumbrón, como Terminator, Die Hard y Beverly Hills Cop, cuyos éxitos en taquilla instituyeron el cine de fórmula conocido como “high concept”, según el cual, la garantía de rentabilidad del largometraje dependía de la explotación de un cliché de la meca, remozado colosalmente con la tecnología de punta y el alto presupuesto, dando lugar a cintas mediocres de “serie B”, pero con look de una aparatosa campaña de publicidad que rendía sus frutos en el box office.

Así se las arregló Hollywood para sobrevivir en los noventa, aferrada al esquema de los blockbusters y de los tanques, de un espectáculo piroctécnico que encubría el vaciamiento de los contenidos.

La audiencia extraviada de finales del siglo XX compró el formato de las sensaciones extremas, aunque sordas y descomprometidas, lúdicas y evasivas, hasta que llegó la edad dorada de la televisión con Los Sopranos y Breaking Bad a poner las cosas en orden, volviendo al cine denso y adulto de los setenta en Hollywood, pero a través de la pantalla chica.

Luego Netflix revoluciona el mercado y le asesta un golpe al reinado de la televisión tal como la conocíamos, estableciendo su programación en bloque, su contenido original, al servicio del consumidor a distancia en la comodidad del hogar, quien por el precio de una suscripción, obtenía a cambio una quilla de programación original y retadora en streaming.

Netflix inaugura su dominio, que actualmente mengua, con House of Cards, que era una declaración de principios en las antípodas del Hollywood derrochador y hueco de los noventa.

La serie se la jugaba por un representante de la incorrección política, un Maquiavelo que rompía gustosamente la moral de la cuarta pared, para exponernos la corrupción del sistema, tras sus bambalinas y fanfarrias, la propaganda y la demagogia.

Irónicamente, el destino de Netflix sería convertirse en un sistema de poder, donde se traicionan los orígenes en pos de conquistar el dólar de los populismos y las peores convenciones posmodernas.

En efecto, The Gray Man es símbolo de un posmodernidad vacía y cínica, de un ejercicio estéril de reinvención que carece de la fuerza de un Tarantino, de un Guy Ritchie, ni siquiera de la elegancia sofisticada de un Michael Man, quienes son al final del día los referentes que imita la pobrísima película de los hermanos Russo, copiando tarde lo que hizo Nicolas Winding Refn en Bangkok.

Es difícil explicar la torpeza narrativa de The Gray Man. Apenas decir que sus set pieces implantan con desorden, lo que funcionó mejor en Avengers, que era la destreza técnica para montar una secuencia épica de acción hiperrealista.

La película va quedando como un plagio canchero de La Supremacía Bourne, el Bond de Craig y la franquicia de John Wick, sin lograr igualar su impacto de bajo coste.

El dinero en los Russo lo que provoca es su gula, su atragantamiento de efectos, extraviando el foco entre tantos juguetes a su disposición. Nada más vean el uso y abuso del dron, creando unas imágenes que además de distractoras, no aportan mayor cosa a la historia.

Por último el guion fracasa a la hora de dotar de humanidad y complejidad a unos personajes, que ni la caricatura del villano o la melancolía fría del héroe, pueden compensar.

A The Gray Man la estudiaremos y citaremos como un fiasco monumental, que redime y rescata a la fallida Red Notice.

El tema es la sobrevaloración de los Russo, que creen que ruedan y firman un filme, cuando en verdad hacen una tontería de film noir.

Prefiero recomendarles los originales de Brian De Palma, las obras maestras de Michael Mann.

El barroquismo de los Russo es la nada.


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