A propósito de celebrarse el 21 de septiembre el Día internacional de la Paz, bien vale la pena referirse a la retórica de la paz y los derechos humanos del régimen venezolano para poner en evidencia sus verdaderas intenciones.

La retórica ha sido definida a lo largo de la historia como “la capacidad de discernir, en cualquier caso dado, los medios disponibles de persuasión”, “el arte del bien decir, con conocimiento, habilidad y elegancia”, “el uso de argumentos apropiados para demostrar un punto determinado” (Mc Gill y Whedbee, 2008: 235). O sea que se la asocia, por un lado, con la persuasión, el lenguaje elocuente y, por otro, con la argumentación.  Sin embargo, existe consenso en cuanto a que es un tipo de discurso instrumental propio de la política, dado que busca influir sobre un auditorio con un fin  que, en última instancia tiene que ver con el poder.

Si bien en el pasado gran parte de la actividad de los retóricos estaba concentrada en la pedagogía, en las formas de crear un discurso eficaz, hoy la tendencia es a hacer crítica de los textos retóricos en función al modo en que refuerzan, alteran o responden a las opiniones de un público determinado, independientemente de cual sea la verdad.

Según Patrick Charaudeau (2009: 293), en el discurso político, el contexto de persuasión escapa al asunto de la verdad.  No se trata de establecer una verdad por la razón, independientemente de las opiniones, sino de transformar o fortalecer opiniones marcadas por la emoción.  Por lo tanto no se puede decir que sea malo o falso en términos absolutos. El juicio sobre la validez de una argumentación debe hacerse en el marco de una situación de comunicación y del contexto que la caracteriza.

En la Venezuela contemporánea, el régimen ha asumido una retórica sobre la paz y los derechos humanos que falsea la realidad al, por ejemplo, igualar paz con la Ley contra el Odio, las Operaciones de Liberación del Pueblo (OLP) o la instalación de una ilegítima asamblea constituyente y la satisfacción del derecho a la alimentación con las bolsas repartidas por los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP).

La Ley Constitucional contra el Odio, por “la Convivencia Pacífica y la Tolerancia”, también conocida simplemente como Ley contra el Odio, es una ley aprobada por unanimidad por la asamblea nacional constituyente de Venezuela y publicada en la Gaceta Oficial N° 41.274, del el 8 de noviembre de 2017. Ya sabemos para lo que ha servido. Para encerrar y torturar disidentes.

En boca del presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Nicolás Maduro, la ilegitima asamblea nacional constituyente buscaba entre otras cosas “garantizar la paz, perfeccionar el sistema económico, darle carácter constitucional a las misiones sociales” (Telesur, 29 de mayo, 2017), pero ya dijo que desaparecería luego de las elecciones parlamentarias.

Así mismo, las OLP  habrían tenido como objetivo “liberar al pueblo, consolidar la paz, y brindar la seguridad en las comunidades y urbanismos” (Minci, 2015). En la práctica fueron una licencia para matar y posicionar a los cuerpos de seguridad en el centro del poder.

Las CLAP, como se les denomina comúnmente, además de insuficientes, son parte de un mecanismo perverso de control social.

¿Qué clase de paz es esa que mata a balazos o de hambre a una población sometida que junto a la vida, ve amenazados todos los demás derechos inherentes a su condición humana, incluido el derecho a disentir? Esta es lo que Galtung (1996) llama una “paz negativa”, la ausencia de conflicto o violencia directa en un marco de violencia estructural, que contrasta con una “paz positiva”, producto de la resolución pacífica de los conflictos mediante la superación consensuada de todo tipo de violencia.

Esta paz negativa de Maduro, la de la ausencia de conflictos producto del control total sobre los venezolanos, la del pensamiento único y el hambre de todos, la de las desapariciones forzadas, las detenciones arbitrarias,  las torturas y otros tratos crueles lo hacen candidato a la Corte Penal Internacional según se desprende del informe de la Misión Internacional Independiente de verificación de hechos enviada por el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. De allí la conveniencia de crear una conciencia crítica del lenguaje. Asumir que las palabras tienen un valor referencial, un valor expresivo y un valor ideológico, que es necesario confrontar.

La paz en la que yo creo es un bien a construirse en un marco de respeto a los derechos humanos. Implica acción, empoderamiento frente al Estado, lo cual solo es posible en un sistema democrático.

@mariagab2016


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