Toda dictadura se enorgullece de su paz. En no pocas veces la establece. Es un proceso muy simple: para que haya conflicto se necesitan al menos dos, uno que reclame sus derechos y actúe para obtenerlos. Si se logra silenciar ese otro hay la paz dictatorial, solo uno se queda con el habla y los poderes y derechos. Para conseguir esto se necesita, casi siempre, callar al contrincante con métodos violentos, después de calificarlo paradójicamente de contrario a la paz. También, como es obvio, la democracia es la aceptación de la pluralidad y el conflicto regulado por leyes y modalidades equitativas.

Lo que quiere Maduro es la paz del tirano. Recientemente habló con Diosdado Cabello, el del mazo nada menos, y cumplió diáfanamente el esquema apuntado. Los opositores, no importa que hayan adoptado una opción electoralista y transiten caminos democráticos a pesar de los atropellos gubernamentales, son por naturaleza fascistas y violentistas, para lo cual recuerda eventos bastante pretéritos, en parte ciertos, pero olvida que ante estos la dictadura mostró sus implacables dientes, torturando y matando, como atestiguan y condenan prácticamente todos los organismos mayores internacionales.

Bueno, los malvados opositores han salido, con marcados éxitos, a los caminos del país a ejercer sus derechos democráticos y recibir golpes contundentes y gratuitos del gobierno. Sin embargo, la gente, el pueblo, responde. Y de lo que se trata es de parar la campaña electoral a carajazo limpio: “He dado la orden de activar las cuadrillas de paz. Cuadrillas de paz, alerta, alerta, a la calle, activadas, a garantizar la paz en todo el país”; “este plan antigolpe se iniciará en todo el país, para garantizar la paz, para que más nunca guarimba”.

Esto es de una gravedad enorme, en pocas palabras indica que no se podrá hacer campaña electoral, las cuadrillas –afirman que son 4 millones–  son el malandraje politizado que ahora está obligado a detener la gesta electoral con los métodos que ya ha estrenado en actos electorales de María Corina y Capriles. Creo que ni Ortega, en Nicaragua, tendría esa ocurrencia. Es un llamado a la guerra abierta y brutal, que se suma a los traumas de inhabilitaciones, secuestros de partidos, ruptura con la observación electoral internacional, entre otras barbaridades contra unas elecciones mínimamente limpias. Parecería el principio del fin de este capítulo electoral. Paz de uno, paz del grotesco tirano, a costa de la masacre de los otros.


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