Nicolás Maquiavelo

“Amo a mi patria más que al alma”. Maquiavelo.

Concepto poderoso, lleno de pasión y energía, el concepto de patria. Los antiguos decían que era dulce morir por la patria. La patria era la tierra de los padres, el suelo sagrado donde reposaban los huesos de los antepasados. “Tierra sagrada de la patria”, nos recuerda Fustel de Coulanges en su hermoso libro sobre la Ciudad Antigua, la cuna de Occidente, la Grecia clásica y la antigua Roma. El patriotismo, el amor a la patria, nos dice Fustel, era para los antiguos “un sentimiento enérgico, que era para ellos la virtud suprema, a las que todas las virtudes se subordinaban. Cuanto para el hombre era más caro se confundía con la patria. En ella encontraba su bien, su seguridad, su derecho, su fe, su dios. Al perderla, lo perdía todo”. No había peor castigo para el hombre que ser extrañado, desterrado de su patria. En la Atenas de Pericles, el faro de nuestra democracia, pues el poder se concentraba en la asamblea  de los ciudadanos, el castigo más duro estaba implicado en la institución del ostracismo, por el cual una decisión mayoritaria de la asamblea de ciudadanos  significaba para el acusado el abandono obligatorio de la polis por diez años y en consecuencia la pérdida de la patria, es decir, su tierra, su familia, sus dioses, su libertad en tanto participación en sus destinos.

A través del humanismo renacentista, cuya figura central pero no única es Maquiavelo, la idea de patria apareada a la idea de república continúa su andadura, siempre guiada por el arquetipo antiguo, para irrumpir vigorosamente en las revoluciones liberal- burguesas del último tercio del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. La patria pasa a ser un concepto revolucionario, consustancial a la destrucción del antiguo régimen, estrechamente entrelazado con la divisa de la Revolución Francesa y los ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Su consecuencia será el anhelo de los pueblos por la independencia política y su derecho a autodeterminar soberanamente su destino.

La patria, el concepto de patria, primero sutilmente y luego abiertamente, será, más que desplazado, sobredeterminado por los conceptos de nación y nacionalismo, pues en su versión agresiva con el desarrollo del imperialismo europeo desde mitad del siglo XIX, la patria pasa a ser una consigna en los estados poderosos al  servicio de la dominación.  El genio de Voltaire captó sutilmente ya en su época las consecuencias de tal situación, cuando nos dice en su Diccionario Filosófico: “Tal es la condición humana, que desear la grandeza de nuestro país es desear la decadencia de otros países; el que deseara que su  patria no fuese nunca ni más grande ni más pequeña, ni más rica ni más pobre ese sería el verdadero ciudadano del universo”.

Una muestra histórica de las vicisitudes del concepto de patria se encuentra en el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, publicado por primera vez en Londres el año 1848: “Los obreros no tienen patria. No se les puede arrebatar lo que no poseen”. Bismarck, con la visión del estadista  que sin duda era, aceptó el reto y con su “política social” incorporó a la patria alemana  el proletariado, y logró el cometido de fortalecer una nación, ahora suficientemente poderosa para retar al mundo con su hegemonía, afortunadamente no lograda.

La patria está unida al espacio donde desarrollamos nuestra vida, resultando que ese espacio no es fijo ni eterno, moviéndose desde la “patria chica” hasta la “patria grande”. Nuestra patria grande en la actualidad, no abrigo ninguna duda, es nuestro planeta Tierra. Protegerlo, fortalecerlo, es la tarea de todos, el verdadero y único humanismo del siglo XXI. En suma, las patrias chicas, los Estados nacionales, deben subordinarse a ese supremo objetivo, pues hemos pasado a ser, sin tener desgraciadamente muchos conciencia de ello, ciudadanos del mundo.


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