Foto cortesía diario La Nación

Un amigo que regresó de Chile con toda la familia, en autobús,  luego de una estadía sureña de cuatro años, nos comentó que el tramo más difícil que realizaron comenzó al entrar a Venezuela, luego de un larguísimo recorrido signado por la seguridad y el respeto de las autoridades de los países que les tocó atravesar. Llegar a Caracas significó detenerse en más de cincuenta alcabalas y, por supuesto, pagar el correspondiente impuesto de guerra, conocida de antemano la procedencia de los pasajeros, añadida la angustia de surcar las desoladas y averiadas carreteras y autopistas que están en manos de la delincuencia común.

Les impresionó la facilidad con la que entraron al territorio nacional, sin ser molestados en lo más mínimo, gracias a los acuerdos de pago que una empresa continental de transporte ha contraído con el Tren de Aragua, algo más que una presunción. Simplemente, nadie osa incurrir en el desliz de detener tan obeso vehículo, realizar un cobro imprevisto o asaltar a los pasajeros aún a mano desarmada, pues, sentenció el amigo, no pasará mucho tiempo sin el ajusticiamiento de los victimarios de ocasión.

EL TDA funciona igual como una eficaz empresa de seguridad, lo suficientemente armada y adiestrada como para enfrentar al Ejército de Liberación Nacional. Este, que se supone de una holgada experiencia en el empleo de la violencia, combinando los remotos fines políticos con los innovadoramente comerciales que ponen en duda el estricto desempeño y la propia naturaleza militar de la corporación, aparentemente ha caído frente a una agrupación de procedencia y estirpe exclusiva e inequívocamente hamponil, en la frontera colombo-venezolana.

La pelea por el específico mercado, con absoluta ausencia de un Estado ya derrotado, dibuja un conflicto tan atípico como el de las bandas que asolaron la Cota 905 de Caracas o Las Tejerías de Aragua (acaso, hoy, provisionalmente cautivas), por la expansión y el control de los espacios no pactados con las camarillas miraflorinas.  Precisamente, no tuvieron ni tienen la intención de conquistar y ejercer directamente el poder, por los innecesarios costos sociales que tendrían que afrontar, afectando los dividendos: las inevitables, silenciosas o tronadoras rivalidades que escenifican merecen una definición técnicamente más precisa que la de guerra civil, abusada la expresión por propios y extraños.

Advertido décadas atrás por Martin van Creveld, el Estado ha perdido el monopolio legítimo de la violencia, surgiendo los conflictos de baja intensidad para que los grupos irregulares y terroristas le quiebren el espinazo al antiguo y otrora indisoluble trío para la guerra integrado por el gobierno, el pueblo y las fuerzas armadas. Específicamente, el autor sostuvo que no tendrá futuro el Estado incapaz de enfrentar esos conflictos internos o externos, pero de aceptar el reto seriamente deberá ganarlo rápida y conclusivamente; además, dato importante para toda transición postsocialista, nos permitimos agregar, el proceso mismo afectará las bases del Estado y, algo más real que imaginario, se alzará el miedo, como en muchos países occidentales se ha sentido a la hora de encarar el terrorismo (*).

Tratamos de la frontera convencional de los más insólitos extremos del territorio nacional, o de la muy novedosa y artificial que ha surgido –multiplicándose- desde el centro-norte del país, forjando las cínicas “zonas de paz”  trastocadas en una suerte de Ciudad-Estado en el contexto del inmenso latifundio de la violencia brutal. Así, extendida, ramificada y fronterizada la barbarie, el país –territorio adentro- va reduciéndose a un inédito problema de la llamada secutirización, trastocados los asentamientos y las migraciones internas en jugosos negocios que también intenta mantener el ELN, un ya viejo rubro de importación, desalojando –por ejemplo– a la etnia jivi de las cercanías de Puerto Ayacucho, sin lograrlo en varios sectores de la frontera occidental con el TDA, novísimo como lamentable producto de exportación, con el que pasmosamente ahora rivaliza, colocándonos en la otra órbita de nuestros problemas de seguridad y defensa.

La prolongada existencia de una fuerza guerrillera que no cumplió con sus objetivos en la vecina Colombia, trasladándose a Venezuela, la obliga a la defensa antes inimaginable de un nicho que le es indispensable para mantenerse y volver al vecino país a competir con las otras fuerzas irregulares por el poder, de cambiar las circunstancias. Sospechamos, por muy favorables que sean allá esas circunstancias políticas, las de acá les serán superiores y decisivas al tratarse de rentables y, acaso, irrepetibles espacios económicos alcanzados.

(*) “If, as seems to be the case, that state cannot defend itself effectively against internal or external low-intensity conflict, then clearly it does not have a future in front of it. If the state does take on such conflict in earnest then it will have to win quickly and decisively. Alternatively, the process of fighting itself will undermine the state’s foundations—and indeed the fear of initiating this process has been a major factor behind the reluctance of many Western countries in particular to come to grips with terrorism. This is certainly not an imaginary scenario; even today in many places around the world, the dice  are on the table and the game is already well under way”. Vid. Martin van Creveld (1991) «The transformation of war», The Free Press, New York: 199.

@luisbarraganj

 

 

 

 


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