Hemos visto la realidad en las historias de la gente. Es increíble cómo unos pocos pasos ofrecen realidades tan disímiles. Estar en Colombia nos acercó al mundo de quienes tuvieron que huir en la búsqueda de un destino mejor, lo difícil es hacerlo con parte fundamental del corazón enterrado en la patria, entre las cuatro paredes espirituales de la familia.

Por el Puente Internacional Simón Bolívar caminan miles de seres. Los semblantes amarrados como cargando una cruz, el espejo vivencial es de una indisimulada tristeza, son pasos de dolor, pocos vuelven la mirada, como para no dejarlo todo y volver al regazo del país. Es un viacrucis donde cada uno tiene sus estaciones. Mientras más cerca está Colombia, el ceño se frunce más; se sienten las contracciones en la masa que avanza.

Desde el río se observan a miembros de la guerrilla entre los matorrales, son los dueños de la trocha, ante las olímpicas miradas de ambos gobiernos. Delincuentes que controlan desde el Norte de Santander hasta San Antonio. En los comercios abundan los productos que vemos en Venezuela, los precios favorecen enormemente al cambio en dólares. El mercado nacional está inundado de marcas neogranadinas, que muestran un esplendor económico artificial.

En Cúcuta recrudece el sufrimiento. En algunas calles se ofrece sexo instantáneo como quien prepara un buen café exprés. Son hermosas jóvenes, mayormente venezolanas, que, entre sus buenas formas, exhiben la necesidad como el brebaje predilecto de su destape por hambre. Detrás del maquillaje y las forzadas sonrisas existe un dejo de tristeza, ojos hondos como antecedente de lágrimas. Es la horrenda prostitución de siempre elevada a la enésima potencia. Son la verruga social con sus sórdidos personajes, que hacen de las suyas ante la aviesa complicidad. Es la peor de las esclavitudes en pleno siglo XXI.

En el camino descubrimos varias historias. Al hablar con Maritza Requena, encontramos una joven ingeniera venezolana trabajando de cajera. Sueña con regresar a su Puerto La Cruz, extraña a sus dos pequeños hijos. Los dejó con su hermana, que cuida a su madre postrada en una cama desde hace seis años. Anhela pasear por su bahía de Pozuelos, irse hasta Mochima los domingos para disfrutar de ese paraíso. Vive en un cuartucho donde lava y cocina, la han intentado violar en dos oportunidades, la necesidad que tiene le hace subsistir en un mundo enrarecido de maldad. En sus ojos el deseo de observar su mar y abrazar a los suyos.

Más adelante está María Aponte, una aragüeña que trabaja como carretillera. Su pequeño cuerpo haciendo esfuerzos sobrehumanos para cargar las mercancías. En Carabobo su pupitre universitario quedó libre en el cuarto semestre de Medicina. La futura médico clausuró sus ilusiones para encontrar beneficios para su humilde familia que vive en el sur de Maracay. Cuando llegó le ofrecieron trabajar en la distribución de drogas entre los venezolanos. Al negarse solo pudo conseguir una carretilla amarilla en La Parada de Cúcuta.

Alberto Calles es un monaguense que abandonó su actividad como abogado para trabajar de caletero en una ferretería. Huyó cuando comprendió que ejercer su carrera en Venezuela de manera honesta estaba vedada ante un Poder Judicial carcomido. Le mete el hombro a la vida mientras sus instrumentos jurídicos guardan silencio en el armario de sus ilusiones.

Ellos son apenas una mínima parte de nuestra desgracia.

[email protected]  twitter @alecambero

 


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