El 8 de agosto de 1994, en un pequeño salón del Palacio de la Revolución de Cuba, Fidel Castro recibe a un individuo recién llegado de Miami, el «Chino» Alfredo Esquivel, viejo compinche de sus inicios gansteriles en la universidad de La Habana a finales de la década de los cuarenta del siglo XX.

Tres días antes del encuentro, el 5 de agosto, tras la intercepción por parte de las autoridades cubanas de cuatro embarcaciones que navegaban sin autorización hacia la costa de Estados Unidos repletas de gente huyendo de Cuba, «la población de La Habana acababa de escenificar el primer alzamiento de su historia. Había muertos, heridos y miles de detenidos».

El suceso había tomado por sorpresa a Castro quien se vio obligado a hacerle frente en persona a los miles manifestantes en pleno malecón de La Habana para calmar las aguas revueltas por la profunda crisis económica del llamado «periodo especial».

Una vez instalados en el confort de aquel salón y luego de las cordialidades propias de dos antiguos camaradas con más de treinta años sin verse, Esquivel preguntó a Fidel qué estaba pasando en Cuba, haciendo mención de lo sucedido con el movimiento popular de 1956 de Budapest aplastado por los rusos.

De inmediato la pregunta del Chino abrió un breve diálogo relatado por el escritor cubano Norberto Fuentes en su obra «La autobiografía de Fidel Castro», que registro de seguidas:

—No, Chino (…). No es Budapest. Y no te olvides que yo soy un veterano del bogotazo, respondió Castro con «descarnada autosuficiencia».

—Si, Guajiro. Pero allí estabas en la calle. Aquí estás en el palacio, ripostó el Chino.

—Pero hay algo que no cambia, Chino (…) no importa donde uno se encuentre. Que nadie muere en las vísperas, recordándole una añeja expresión familiar entre ambos.

—Coño, Guajiro

—Nadie

Ante el silencio del Chino, Castro terció la conversación

—Creo que hay un par de muertos, lo único que ha habido, y un muchacho al que le sacaron el ojo en una refriega, aunque si hemos dado muchas patadas por el culo. No te preocupes. Todo está ya bajo control.

En septiembre, un mes después del «Maleconazo», como se dio en llamar el alzamiento popular, estando en un evento de Pedagogía en La Habana impulsado por mi desaparecido amigo Luis Bigott, para contribuir solidariamente con miles de materiales educativos para el sistema educativo cubano devastado por los efectos del «periodo especial», un pequeño grupo de colegas educadores fuimos invitados a cenar al restaurant «1830» por un alto funcionario del Gobierno y del Comité Central del Partido Comunista de Cuba en agradecimiento a nuestras donaciones educativas.

Sin saber la coincidencia, mi proverbial impertinencia me llevó a hacerle a aquel hombre la misma pregunta de Esquivel a Castro: ¿qué está pasando en Cuba?

El interpelado aceptó con seguridad la interrogante y pasó a extenderse con la arrogancia de los cubanos poderosos en un bla bla bla harto conocido: que si el imperialismo, que si el bloqueo, que si la contrarrevolución, que si la desestabilización, qué se yo.

El titubeo apareció fue al día siguiente, en su despacho. Hablando con un café cerrero de por medio, dejé caer otra de mis incómodas preguntas. Ahora sobre las medidas que se estarían tomando para atenuar las causas de la hambruna cuyos severos efectos había registrado en los cuerpos débiles y rostros macilentos de muchos amigos con apenas dos años sin verlos, desde mi último viaje a la isla en 1992, así como en muchos transeúntes nativos que deambulaban por las calles como zombies en busca de algún mendrugo.

La respuesta fue una explicación nada convincente sobre algunas tímidas medidas de presunta liberalización de la economía como la disminución de las restricciones a la circulación del dólar, incentivos al turismo y a las inversiones extranjeras.

Además de acciones de solidaridad de diverso signo como la que me había llevado a la isla y ciertas medidas que mi interlocutor calificó de «válvula de escape»: flexibilidad para la salida del país en «misiones» al exterior en busca de divisas en pequeñas cantidades, visible tolerancia a la prostitución y cierta distensión expresada en el lenguaje que sirviera de estímulo al incremento de las remesas, así, los cubanos residenciados en Miami dejaron de ser «gusanos» para ser llamados «hermanos» o de cualquier otra manera amigable.

Sin embargo, como había respondido Castro a Esquivel, todo estaba ya «bajo control» y así parece haber permanecido hasta casi 27 años después, cuando el domingo 11 de julio de 2021 una marea humana se alzó por toda la geografía cubana, sin un detonante aparente como aquel de la detención de las embarcaciones de gente huyendo de la hambruna del «periodo especial».

Ahora hay de nuevo hambre con signos de hambruna que pudiera explicar los hechos, pero no del todo. En sesenta y tres años las penurias de Cuba solo se han amortiguado con base a los subsidios del exterior, primero de los soviéticos y luego del chavismo. De resto, el hambre ha reinado a sus anchas y la protesta popular masiva sólo se ha producido en esas dos ocasiones.

Casi tres décadas han transcurrido para que se repitiera un suceso similar al «Maleconazo». Aunque con algunas variantes significativas en cuanto al liderazgo del gobierno de la isla y la naturaleza y características de este último alzamiento popular que no por obvias debamos omitir.

Una entrevista a Norberto Fuentes para la prensa española, poco antes de la muerte de Fidel Castro puede arrojar alguna luz sobre lo que hoy sucede en Cuba.

El periodista pregunta:

—Castro escribe en su testamento que deja «la intrascendencia». No parece importarle qué vaya a pasar tras su muerte.

Y tiene por respuesta lo que él presiente:

—A Fidel le importa un carajo quién venga después. Apostar a lo que vayan a hacer las generaciones posteriores es una estupidez, es un problema de las generaciones futuras. Lo que está diciendo es: «Yo les dejo esta papa caliente, yo he pasado cincuenta años con ella en la mano y ni me he quemado; y ustedes están vivos por la enorme habilidad con que yo he sabido manejar este negocio. Somos hoy una potencia política, Cuba cuenta en todos los foros y nadie nos puede pasar por alto».

En Cuba ya no está Fidel Castro y según me informan la figura de Raúl Castro es utilizada casi como la del Cid Campeador, en este caso para ganar la batalla del orden interno entre los diversos factores de poder, en especial el generalato cubano, que han cobrado forma en los últimos años en la isla.

El mando aparente está en manos de Díaz-Canel, un personaje gris y bastante primitivo cuyas desesperadas órdenes represivas agitaron las aguas internas de la estructura de poder del régimen y el movimiento popular que se alzó ahora no son los hambrientos de 1994 cuyo principal objetivo era huir de Cuba.

Al hambre de alimentos de hoy, se suma, con mucha nitidez, el hambre de libertad y democracia, no fuera del país sino dentro.

Con un giro creativo y sencillo del mensaje político, pero de gran significado y contundencia, el «Patria o muerte!» impuesto por Fidel y su Revolución, los cubanos del 11 de julio lo volvieron ingeniosamente: ¡Patria y vida!


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