Paula Andrade

Fue el 4 de abril de 1949 cuando diez países europeos (Bélgica, Dinamarca, Francia, Islandia, Italia, Luxemburgo, Noruega, Holanda, Portugal y Reino Unido) y dos americanos (Canadá y Estados Unidos) firmaron en Washington el texto constitutivo de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, la OTAN. Definían sus sistemas políticos como partidarios de la «democracia, las libertades individuales y el imperio de la ley» y afirmaban su disposición a mantener la paz y la seguridad de los firmantes mediante la asistencia mutua para resistir cualquier ataque armado y en particular manteniendo entre ellos la voluntad de garantizar la defensa colectiva en caso de que uno de los miembros fuera víctima de una agresión.

La II Guerra Mundial había acabado cuatro años antes con la derrota del Reich alemán y de sus aliados y en la victoria uno de sus beneficiarios, la URSS, se apresuró a romper la coalición que junto con americanos e ingleses había garantizado el éxito de la terrible odisea –que la misma URSS había comenzado en 1939 del lado de la Alemania nazi al invadir Polonia– para cobrarse los réditos territoriales a los que creía tener derecho y, aprovechando la fragilidad política de los que todavía eran sus aliados en Yalta y Potsdam, se hizo con parte del territorio polaco, finlandés y báltico al tiempo que contribuyó a la creación de un estado satélite con la parte que le había correspondido en la división de Alemania.

En realidad, los propósitos de la Rusia estalinista, convencida de que los sacrificios que la guerra habían costado merecían mayores retribuciones, no quedaban en la orilla del Vístula varsoviano. La patente fragilidad en la que había quedado sumida la Europa democrática bien merecía un nuevo impulso moscovita, que pudiera añadir espacio físico o dominación política: los partidos comunistas de obediencia soviética se mostraban potentes y aguerridos en Italia, en Grecia e incluso en Francia. Y los Estados Unidos de América, como ya había quedado patente al final de la IGM, quedaban bien lejos, al otro lado del Atlántico.

Pero era allí donde habían sufrido profundos cambios las percepciones y los análisis posbélicos: aquellos americanos que habían hecho la guerra y ganado la paz en beneficio de los europeos llegaron pronto a la conclusión de que en su propio interés residía el seguir prestando la misma cobertura política, social, económica –no otra cosa significaba el «bienvenido» plan Marshall– y defensiva– precisamente la OTAN. Esa que hoy cumple 75 años. Con 32 miembros. 20 más de los 12 originales. ¿Hay mejor manera de certificar el éxito del empeño?

Pronto Moscú comprendió que sus cálculos no casaban y en poco tiempo supuso que el nuevo bloque, claramente lesivo para sus intereses, merecía una similar respuesta. Llegó a llamarse el Pacto de Varsovia. Se creó en 1955, precisamente cuando nació la República Federal de Alemania y no pasó de ser una versión exterior del marxismo leninismo interior: todos a las órdenes supremas del jefe. Tardó en desaparecer el tiempo en que lo hizo su patrón, la URSS. Ambos se dieron por finiquitados, sin ningún suspiro, en 1991. El momento que aprovecharon los que dentro y fuera de la URSS fueron sus siervos para apresurar su adhesión a la Alianza Atlántica en clara señal de una demanda: seguridad, naturalmente en compañía de paz, libertad y estabilidad.

Mientras que la OTAN llegaba a construir uno de los conjuntos defensivos más eficaces y contundentes de los tiempos contemporáneos, basado en una sólida capacidad disuasoria que el tiempo ha certificado suficientemente: nadie ha osado actuar militarmente contra ningún miembro de la Alianza. Y consiguientemente ninguno de entre ellos se ha visto en la tesitura de reclamar la ayuda colectiva de sus conmilitones. Mientras que sus dos más recientes adiciones, de ahora mismo, en 2023 y 2024, Finlandia y Suecia, emiten el mensaje claro de su permanente utilidad: hacer frente a las eternas reclamaciones territoriales rusas, vengan de los zares, los soviéticos u los putines. Si alguien hace cincuenta años, cuando estábamos en la capital finlandesa precisamente negociando el Acta final de Helsinki, nos hubiera dicho que ese país y su neutralmente homónimo en geografía y política neutral, Suecia, acabarían siendo miembros de la OTAN, lo hubiéramos dado por insensato visionario. Pues ahí están, buscando lo que de otra manera hubiera sido difícil de garantizar: ayuda y defensa para mantener un sistema de libertades al que han jurado odio eterno los soviéticos, zaristas, rusos de antigua y permanente raigambre. Aunque, justo es reconocerlo, Putin ha venido a prestarnos un enorme favor: recordarnos con su agresión contra Ucrania lo que la OTAN vale.

Son estos de ahora tiempos complicados y conviene tenerlos muy en cuenta. Tiempos en los que la posibilidad de que un tal Trump llegue de nuevo a la presidencia de los EE.UU. y, como ya había intentado, retire a su país de la estructura otánica. Tiempos, en consecuencia, de urgente meditación activa por parte de los europeos. Mantengamos la OTAN, por supuesto, pero al mismo tiempo, sin excusa ni pretexto, reforcemos las capacidades propias de defensa hasta convertirlas en una fuerza básicamente europea. La mejor manera de mantener la credibilidad disuasoria del vínculo atlántico. Y de celebrar su 75 aniversario, deseando que llegue a doblarlo en otros tantos decenios. Seguro que de ello se alegrarían incluso aquellos que en España, allá por los finales de los setenta del pasado siglo, cantaban aquello de «OTAN no, bases fuera». ¿Se acuerdan?


Javier Rupérez es el primer embajador de España ante la OTAN

Artículo publicado en el diario El Debate de España


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