La humanidad pareciera condenada a que la destrucción y la muerte sean expresiones definitivas de la razón y las creencias

Las afiladas luces arañan la bóveda de la noche quebrando suavemente la oscuridad, tibiamente el trazo de cientos de bengalas ahuyentan el negro velo, el cielo cuajado de un fulgor amarillento, cubre de espectros y sombras la tranquila tierra. El viento mece con frescor a los abetos y, entre las ramas, un silbido presagia el pavor. Ungidos en ira, los lebreles de la tragedia se lanzan en carrera tras las almas, las fauces se cierran y nace el dolor. En un instante, el atronador rugido de las balas sacude: por millares, los gritos y  llantos espesan la madrugada que despierta en un precoz amanecer de sangre. Entre las tinieblas, miles de mujeres, niños, jóvenes y ancianos son asesinados, los cuerpos de tres mil quinientas personas quedan desparramados sobre un suelo empapado de llanto. El odio y la intolerancia echan su vil manto y la muerte, siempre al acecho, cierra su puño haciendo crujir la vida.

La Masacre de Sabra y Chatila ocurrida entre 16 y 18 de septiembre en Beirut, capital del Líbano, es quizá uno de los hechos más escandalosos de los que se tenga registro, la violencia e implicaciones de orden geopolítico y religiosos, convierten a este caso en un vergonzoso episodio que jamás debe ser olvidado y que hoy recobra relevancia por los terribles sucesos que se han originado en medio del conflicto que se desarrolla entre Israel y Palestina.

Yasir Arafat y los combatientes de la OLP abandonaron el Líbano luego del pacto con el gobierno de Ronald Reagan

Los antecedentes tienen su origen en lo que los palestinos denominaron Nakba (catástrofe), cuando en 1948 más de 750 000 personas fueran obligadas a dejar sus hogares y convertirse así en perennes refugiados en las naciones vecinas de Palestina. Para mediados de los años setenta del siglo XX, en plena Guerra Civil Libanesa (1975-1990), el desarrollo de esta cruenta confrontación enfrentó a cristianos, drusos, armenios, musulmanes, chiís y suníes en un fratricida conflicto en el que se vieron involucrados por añadidura los palestinos cristianos y musulmanes. Este difícil escenario se vio aún más complicado por la invasión  de Siria desde el Valle de Bekaa y la incursión del ejército de Israel por el sur del Líbano.

Para ese entonces, la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) había establecido una importante base de operaciones en el territorio libanés y desde ese enclave realizaba reiterados ataques a objetivos civiles y militares en Israel, lo que desencadenó la operación al Líbano (Paz para Galilea). Decididos, los israelíes emprenden acciones para neutralizar a la insurgencia palestina liderada por Yasir Arafat (1929-2004). La avasallante victoria en el sur, fortaleció la alianza de los israelíes con la Kataeb o Falange Libanesa, organización paramilitar cristiana católica, encabezada por Bashir Gemayel (1947-1982), pacto que abrió las puertas a las fuerzas invasoras que ocuparon Beirut; este avance desde el sur hasta la capital dejó un saldo de 18 000 fallecidos y unos 50 000 heridos.

Bashir Gemayel, comandante de la Falange Libanesa

La crudeza de los combates partió en dos a Beirut, la OLP controlaba la parte oeste y las fuerzas de Israel hacían lo propio en el flanco este; la superioridad militar de los israelíes produjo una demoledora presión sobre las milicias palestinas. Ante la situación, Estados Unidos entra al juego y consigue que Arafat decida  dejar el Líbano y logra que Túnez reciba a los combatientes de la OLP, quienes marchan a un nuevo exilio. Como garantes de la paz, Estados Unidos, Francia e Italia se comprometen a garantizar la protección a los miles de palestinos que quedaron en los campamentos de refugiados.

El 1 de septiembre culmina la evacuación de los combatientes de la OLP; el día 11, desconociendo su compromiso de proteger a los civiles, la fuerza internacional abandona el Líbano, traicionando su palabra sobre las garantías ofrecidas en el acuerdo, dejando así  a decenas de miles de palestinos en la completa indefensión. Ariel Sharón (1928-2014), ministro de Defensa y comandante israelí del ejército de ocupación, determina que en los campamentos aún se encontraban milicianos palestinos y ordena desde Tel Aviv el bloqueo de estos, aplicando las unidades militares un hostil cerco a la población.

Elie Hobeika (der) junto a otro líder de las Fuerzas Libanesas, Samir Geagea

El día 12 se produce un acontecimiento que a luces de algunas partes desencadenó la tragedia, el asesinato de Bashir Gemayel, líder de la Falange Libanesa, quien había sido elegido presidente el 23 de agosto de ese año. Habib Shartouni, un católico maronita relacionado con el Partido Social Nacionalista Sirio, activó una bomba que acabó con Gemayel y 26 de sus colaboradores. Luego del atentado se dispara la violenta reacción de las Fuerzas Libanesas (organización paramilitar) comandadas por Elie Hobeika (1956-2002), quienes contaron con el apoyo, dotación y colaboración del ejército israelí. Encontrándose  bloqueada por Israel, la población estuvo a merced de los atacantes que, además, fueron ayudados por los israelíes, quienes lanzaron miles de bengalas para iluminar los guetos; de ese modo la atrocidad de las acciones se prolongó sin pausa al caer la noche.

Durante 40 horas el horror ejercido contra esas personas cobró matices espeluznantes: jóvenes violadas y asesinadas, torturas, fusilamientos, mutilaciones; 3 500 ancianos, mujeres y niños fueron ejecutados. La Cruz Roja Internacional constató la magnitud de la tragedia. Los registros e imágenes de aquello son poco menos que nauseabundos por la evidente crueldad.

El estupor internacional generado trajo la destitución en 1983 de Sharón al frente del Ministerio de la Defensa. Decenas de iniciativas se han emprendido para que los señalados carguen con su responsabilidad. A pesar de la Resolución 521 de la ONU que lo declara como acto genocida y, lo plasmado en el informe de la comisión internacional presidida por el Premio Nobel de la Paz Sean Mac Bride, en que se comprueba la participación del ejército israelí, tanto Estados Unidos como Israel han presionado para evitar la justicia. Del lado libanés, Hobeika y sus partidarios tampoco comparecieron ante los tribunales. En 2018, el investigador estadounidense Seth Anziska revela en su libro Previniendo Palestina: Una historia política desde Camp David hasta Oslo, nuevos datos que implican al entonces ministro Ariel Sharón y a la cúpula militar de Israel en este crimen contra la humanidad y que aún está cubierto de una humillante impunidad.

Desde hace 41 años, los sobrevivientes esperan por la justicia

Lo pavoroso de la Masacre de Sabra y Chatila ha sido tema para que, más allá del repudio, intelectuales y artistas hayan legado su visión de esos sucesos llenos de barbarie. El cantautor y poeta argentino Alberto Cortez grabó la recordada canción Sabra y Chatila; el escritor francés Jean Genet, quien se encontraba en el lugar al momento de ocurrir la matanza, escribió de la conmovedora 4 horas en Chatila; en el cine, filmes como el documental de Ari Folman, Vals con Bashir (2008) ganador del Globo de Oro, junto a títulos de ficción como West Beirut (1998) de Ziad Doueiri e Incendies (2010) de Denis Villenueve recrean el espanto de este triste capítulo de la historia.

Resulta paradójica la imposición de la memoria selectiva por parte de las potencias del orbe y los grandes medios de comunicación, tragedias como la de septiembre de 1982 deben estar presentes en la reflexión de lo que hoy ocurre en el Cercano Oriente. Mientras los pueblos continúen siendo sometidos a la confrontación y a la violación de sus derechos, el odio seguirá alimentando a los hombres, condenándolos a un espiral de muerte y destrucción. La paz debe ser un inquebrantable principio y que todo aquello que atente contra la vida debe ser condenado; de lo contrario estaremos por siempre buscando a Dios en el ensangrentado suelo de Sabra y Chatila.

 


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