La sensible noticia de esta semana sobre el asesinato del sacerdote José Manuel de Jesús Ferreira en San Carlos, Cojedes, es un nuevo hito de la espeluznante criminalidad que gobierna nuestra agenda diaria. Basta con solo recorrer brevemente las páginas de sucesos de cualquier medio de comunicación para que simplemente los encabezados de las notas periodísticas nos espanten y entremos en el más preocupante desconcierto: ¿qué nos pasó como sociedad?

A principios de los noventa leíamos en los periódicos de la época sobre la muerte de ochenta o más personas producto de la violencia en un fin de semana en Caracas, lo que si bien es cierto alarmaba, con tristeza debemos admitir que a una gran cantidad de personas nos resultaba lejana esa mortandad por mucho que nos pareciera una barbarie y a pesar de que con seguridad algunas veces sentíamos un crujir en el pecho ante esas abominables historias. Años más tarde, con una ciudadanía fracturada, con un futuro hipotecado y, peor aún, con un alijo de sueños y aspiraciones políticas, sociales, morales e ideológicas hecho trizas, se puede constatar que la violencia la tenemos en el patio y en la terraza; esta peste de muerte entra por los ventanales, se escurre por las paredes, nos agobia en la calle, nos grita en el monte, pintando de sollozos a todas las ciudades.

La violencia que ahora se manifiesta indiscriminadamente es una putrefacta sensación que envuelve y satura de preocupación. Es ver que las lágrimas se unen unas con otras y se transforman en una inmensa ola, una gigantesca marea que ruge, con un sonido atronador. Asomados desde una ventana vemos una imponente masa líquida que viene acabando con todo. El agua es un elemento asociado a la vida, pero este caldo trae un mensaje urgente, llega enferma, llena de pena y dolor. La destrucción de las normas y la inexistencia de un sistema judicial que resguarde la integridad de los ciudadanos es una úlcera cancerígena en nuestra nación. La falta de planificación por los distintos sectores en programas que a corto, mediano y largo plazo permitan descender los índices de criminalidad, condicionan a que la creciente influencia del hampa sea asumida como un patrón que deben seguir los niños y jóvenes, no solo perteneciente a grupos vulnerablemente económicos. De no implantar correctivos e impulsar un fortalecimiento de la educación, estaremos expuestos y vamos a sentir que esta agitada pleamar va a golpearnos; en desbandada haremos un plan de fuga, tratando de pensar que nos salvaremos, inocente es la idea de que con subirnos a un alto poste nada nos pasará, aunque con optimismo y colmados de cerrada fe, algunos sabemos muy bien que no hay tantos postes, que somos muchos y que esa agua llegará; que tendríamos que treparnos desesperados, que lucharíamos igual que las fieras, que nos perderíamos en soluciones extremas e inevitablemente muchos tendríamos que caer, seríamos arrastrados y llevados a una prematura profundidad.

En estos convulsionados días, con una rápida observación a la realidad se puede sentir la pena y el retorcer de los ánimos, somos alertados por el clamor que parece un grito y que nos deja inertes ante el sufrimiento de los otros. Actualmente afrontamos una singular aniquilación de la moral, estamos siendo devastados no solo en lo individual sino en lo colectivo, hoy vivimos con las instauraciones del dolor, de la carencia, de la apatía; una ignorancia supina nos despoja de la humanidad y, sobre todo impone la inclusión del miedo como parte dominante de nuestra idiosincrasia. Deslastrados de cualquier manida exaltación politiquera y en búsqueda de una  verdad distinta, que nos exige ser conscientes del necesario protagonismo que debemos ejercer en la sociedad, ya no podemos escapar a la obligación de la conciencia, pensar que esto no nos está pasando desde hace mucho sería una irresponsabilidad, es injusto con las víctimas del pasado, con las miles y miles de madres que desde hace décadas lloran a sus muertos, es malsano olvidar la inmensa cantidad de sueños frustrados, y la abrupta muerte de jóvenes y niños, es esta nación que vive en la injusticia e impunidad casi absoluta.

Hoy, cuando las exponenciales cifras de atraso, incertidumbre, pobreza, endebles resultados educativos, ausencia de patrones éticos, deficiencia en el sistema de salud y poca transparencia administrativa; resultan guarismos de pena y muerte que nos son escupidos a la cara como nunca antes, nos patean las canillas con botas de punta de acero, nos rompen el alma a metralla, se cubre de indiferencia nuestra protesta y una terrible sensación de que somos organismos a la deriva, sumidos en un ecosistema donde los valores, el respeto, el amor al prójimo y, sobre todo, el futuro, son los eslabones más débiles en una cadena alimenticia donde parece hay más depredadores que presas. Aspirar a que las clases políticas actúen con sentido común, priven en sus acciones la voluntad humanística y que den una verdadera respuesta a la crisis social, es ya absolutamente imposible. Está en evidencia que el dique está roto y que la alarma resuena, una gran masa de agua viene con furia, amenazante, arrastrando todo a su paso, revolcando todo entre el lodo y el llanto.

A lo lejos se observan unos cuantos postes como última salida, trataremos de huir, pero de seguro algunos detendremos el paso, el amor al prójimo y el compromiso con el país nos obligará a esperar e intentar que todos juntos lleguemos a una salvación. Por mi condición cívica, católico y ferviente creyente, no echaré a correr solo, no podré en secreto salvarme sabiendo que dejo atrás a muchos hermanos, somos demasiados y todos soñamos con risas y un nuevo amanecer. Tengo la determinación para no desfallecer en el intento pero también tengo pavor de ver morir a los míos, a los tuyos, a los otros. Mientras, me saco los zapatos y las medias, arremango mis pantalones y cierro los ojos a la espera que por la gracia de Dios esta furiosa ola no acabe por llevarnos. Sin embargo, siento la humedad  y llega el temor.


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