Presidente de México, Andrés Manuel López Obrador | Reuters

Hechos de las semanas recientes vuelven a llamar la atención sobre lo mucho que está cambiando en las relaciones internacionales. Pesan cada vez más las rivalidades y razones geopolíticas por encima de las de competencia e interdependencia económica o las de cooperación en los tantos asuntos que lo necesitan. Mientras tanto, menos ruidosamente, ganan terreno los desafíos, descalificaciones y rupturas en la institucionalidad internacional.

En el orden que se está reconfigurando se van definiendo dos grandes conjuntos y varios subconjuntos de actores estatales, así como una constelación enorme y diversa de entidades no gubernamentales. Los dos grandes conjuntos geopolíticos incluyen el de Estados Unidos y la Unión Europea, asentado en principios liberales. El otro se define en torno a China y Rusia, cuyas asimetrías y antecedentes para la desconfianza no han impedido su acercamiento y coincidencias desde 2013-2014 en el desafío al orden de gobernanza mundial: sea que legitimando la expansión territorial de ambos, sea que deslegitimando el escrutinio internacional de los derechos humanos, siempre en nombre de la soberanía y el principio de no intervención. Sus discursos, estrategias y prácticas, conviene resaltarlo, han contribuido a mover las consideraciones geopolíticas al primer plano, incluso en la relación trasatlántica.

La Unión Europea ha acompañado su expreso propósito de cultivar autonomía estratégica con la insistencia en la necesidad de desarrollar su propio lenguaje del poder, al lado del aliento a la cooperación trasatlántica y el reconocimiento de la necesidad de armonizar intereses y valores. Recordemos un par de ilustraciones. En diciembre de 2020 fue suscrito en medio de muchos debates el polémico y ambicioso Acuerdo de Inversiones UE-China, impulsado por Alemania. Su procedimiento de aprobación fue detenido por el Parlamento Europeo cinco meses después tras la imposición de sanciones por China a parlamentarios, académicos y organizaciones europeas, en respuesta a las decididas por Europa ante la violación de derechos humanos de la etnia uigur en Xinjiang. Otro acuerdo, ya en marcha antes del reacercamiento trasatlántico, ha sido el de construcción del segundo gasoducto submarino entre Rusia y Alemania –Nord Stream 2–, recién terminado. Este generó discordias en Europa, con ecologistas y con Estados Unidos desde los tiempos de la vicepresidencia de Joe Biden, que ya como presidente reafirmó sus críticas y oposición. Se añadieron a sus razones el caso de envenenamiento y apresamiento del dirigente opositor ruso Alexei Navalny, ante lo que desde Washington y Bruselas se decidieron sanciones a cuatro altos funcionarios rusos, cercanos a Putin. Esa tensa relación no impidió el consentimiento mutuo para la prórroga del acuerdo nuclear de 2015 en los primeros días del mandato de Biden ni su encuentro personal con el presidente ruso en junio. Ha estado presente, al igual que en las relaciones con China, la construcción de una relación de dos vías: competencia y hasta conflicto en unos asuntos, en paralelo a la apertura a la cooperación y la negociación en otros. Pero no es nada fácil trazar ni sostener esa línea.

Muy en el presente, en un terreno de implicaciones geopolíticas mayores, pero también económicas y de confianza, a la reactivación de la alianza cuadrilateral de Estados Unidos, Japón, Australia e India (Quad) ha seguido el anuncio de la alianza de seguridad entre Australia, el Reino Unido y Estados Unidos. De inmediato se expresaron los rechazos de Francia y el conjunto de la Unión Europea al acuerdo, comprensibles porque destruye confianza, desplaza un contrato comercial de escala estratégica mayor, remueve las heridas del Brexit e ignora a Europa, que ha trazado su propia estrategia hacia el Indopacífico, lo que no es poca cosa.

Se trata de una región de fundamental interés estratégico para la expansión y proyección de China y su modelo de orden de gobernanza mundial. Este ha sido definido por Xi Jinping como una comunidad de futuro compartido para la humanidad, que comenzaría por establecerse en la periferia oriental de China para desde allí extenderse. Sus acciones recientes incluyen la repetición de sobrevuelos de aviones militares y bombarderos en formación al borde del espacio aéreo de Taiwán. Además, como parte fundamental de su estrategia geoeconómica ahora ha solicitado –tras la firma hace casi un año de la Asociación Económica Regional Integral entre 15 países de Asia y el Pacífico– su ingreso al Acuerdo Integral Transpacífico. Se trata de una versión revisada de la iniciativa de la que el presidente Donald Trump retiró a Estados Unidos y que reúne a 11 países, entre ellos 3 latinoamericanos.

En escala latinoamericana, la región ya va encaminada a una nueva década perdida en lo económico, según un reciente diagnóstico del Banco Mundial, que también complica sociopolíticamente a las economías más grandes. Este ciclo, a diferencia del que se produjo en la penúltima década del siglo XX, ocurre en un contexto interior e internacional de recesión democrática, profunda, extendida y duradera, que puede considerarse una tercera resaca, en referencia a la gran ola de democratizaciones que acompañó a la otra década. En el marco de las diversas manifestaciones actuales de regresión, desde nacionalistas-populistas o iliberales hasta las más abiertamente autocráticas, se han multiplicado los estragos humanos, materiales e institucionales de la pandemia y crecido la inconformidad social. De allí el volcamiento interior de los gobiernos, en buena medida inevitable, y también la comprensible búsqueda internacional de recursos para atender la emergencia. Sin embargo, el retorno del juego en solitario en medio de la resaca autoritaria ha incorporado desde la desatención hasta la descalificación de los acuerdos y foros de coordinación regional en general y, particularmente, las instancias y compromisos vinculados a la preservación de la democracia.

Los discursos, particularmente el del gobierno anfitrión, los desacuerdos y la extensa Declaración Final de la reciente reunión de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños son buena evidencia de que la reiterada propuesta de no pocos países de desplazar a la OEA y las obligaciones hemisféricas en materia de democracia y derechos humanos, no contribuye a fortalecer la concertación sustantiva ni la iniciativa regional. El impulso que en parte emula a la geopolítica de los poderes autoritarios, también se desentiende de la institucionalidad internacional al menospreciar los principios y normas liberales, el Estado de Derecho y los derechos humanos que le dan sustento. Urge su defensa y protección, desde la consecuencia del esfuerzo democrático nacional, su exigencia de coherencia internacional. En ello son claves otros actores: los que conforman la enorme constelación de organizaciones sociales y organizaciones gubernamentales de alcance internacional cuya agenda y compromiso en esencia liberal las convierten en contrapeso indispensable frente a la ofensiva de la geopolítica.

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