“Hay gustos exóticos que se casan siempre con todo aquello que los sabios repudian». Baltazar Gracián

Hay temas y personajes que siempre regresan al cine tal vez porque la tentación de contarlos una y otra vez es irresistible, mas probablemente porque cada época los relee a su manera y según su óptica particular. El Titanic es uno de ellos. La lista es interminable y empieza pocos meses después del hundimiento (Saved from the Titanic, 1912). La Wikipedia cuenta 6 títulos franceses, ingleses y americanos, incluido uno alemán de 1943 supervisado por el mismo Joseph Goebbels. En 1953 salen dos filmes para el mercado mundial. El primero, Titanic, dirigido por Jean Negulesco, es un melodrama sin mayor vuelo sobre el reencuentro de una pareja y su consecuente tragedia. Mucho más interesante es un clásico dirigido por Roy Ward Baker, un veterano del periodo clásico del cine inglés llamado A night to remember / Una noche para el recuerdo. Se la puede ver en YouTube en una buena versión y es un deleite porque el drama del Titanic, visto a través de los ojos del segundo oficial y narrado sólidamente por la galería de personajes, desde los oficiales y tripulantes hasta los pasajeros de la clase superior. Y el drama es pautado por la serie de desinteligencia que impidió a otros barcos llegar a tiempo para el rescate. El filme logra un clímax en el momento del abordaje de los botes donde la grandeza y la miseria humana hacen eclosión. Obviamente fue eclipsado por la versión de James Cameron de 1997, que no estaba mal y que ponía al mismo nivel el esfuerzo económico que representaba el barco real y la superproducción que 85 años después contaba su desventura. Tenía una virtud. Los desdichados pasajeros no eran solo los de primera clase sino los de las clases inferiores. Porque la del Titanic es una historia de gente rica y audaz, que de alguna forma es castigada por su arrogancia. Hay, en el fondo, un dejo morboso en la historia del Titanic y la leyenda que lo rodea. Porque  su aura de invencibilidad no pudo con la naturaleza, pero además porque la ingeniería naval del momento lo consideraba “unsinkable”. Inhundible si existiera la palabra en español. Su tragedia es un castigo a la “hubris” del momento y al afán por llegar a puerto un día antes. El iceberg es un castigo, de la naturaleza sin duda, pero es también un mensaje sobre límites que no conviene traspasar.

El mismo Cameron firma en 2003 un filme que está en Netflix y que levanta estos fantasmas. Se llama, un poco truculentamente, Fantasmas del abismo. El director junto con su amigo Bill Paxton y un grupo de científicos e historiadores se hunde en un submarino para llegar donde el Titanic y, por medio de dos robots acuáticos, penetrar sus instalaciones y, muy hábilmente, recrear algunas de sus escenas finales. La película, un poco repetitiva en su hora y media de duración, vuelve sobre estos temas. Cómo el constructor le exigió al capitán apurar el trámite para llegar antes, cómo el barco estaba pensado para ser “unsinkable” y cómo sus pasajeros eran la crema y nata de la sociedad. De nuevo la historia gira sobre su propio eje. El Titanic, un barco símbolo de la riqueza, es revisitado por otra riqueza, esta vez tecnológica. Cameron siente un orgullo, muy justificado, en tener el privilegio de poder bajar a ver el barco que lo obsesiona. Porque esta es tal vez la clave de todo el asunto. Cómo el dinero puede comprar la exclusividad de llegar más rápido, de bajar más hondo en el océano, de tutearse con un peligro al cual los demás mortales no tienen acceso. Y esto hermana a los pasajeros de primera clase del Titanic, a Cameron y sus compañeros de exploración y a los cinco billonarios que perdieron la vida hace dos semanas.


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