Más que un proyecto de patria grande, como lo diría entusiastamente Simón Bolívar en los tiempos de la fallida Gran Colombia, América Latina en el presente podría definirse como un archipiélago inconexo. Una federación de endogamias. Una práctica creciente de aislamientos nacionales.

Por ahora los sueños de integración son un olvido. La posibilidad de crear una comunidad económica y política supranacional como la Unión Europea ya no lo recuerda nadie. Incluso organizaciones que han sido importantes para la convivencia en la región como la Organización de Estados Americanos (OEA) están cada vez más dinamitadas por el antinorteamericanismo de los seguidores del socialismo del siglo XXI.

Y las organizaciones supuestamente creadas como alternativas más independientes de la “mano peluda” del Imperio, como la Alianza Bolivariana para los Pueblo de Nuestra América (ALBA), fundada hace más o menos dos décadas, tampoco han funcionado. Su sólo título y la inclusión del término bolivariana ya la define como un club ideológico excluyente de países gobernados por fuerzas no izquierdistas. Ni bolivarianas.

Estamos, en conclusión, en una región sin proyecto común, sin una organización, insisto, como la Unión Europea, en la que puedan articularse con visión estratégica de largo plazo Estados de condición democrática, independientemente de la naturaleza ideológica de sus gobiernos.

Algo que, por ahora, es impensable en un territorio donde es evidente que existe una organización continental que asocia estratégicamente proyectos de izquierda como el llamado Foro de Sao Paulo y el llamado Grupo de Puebla (organizaciones marcadas por el desprecio a los derechos humanos y la defensa de los gobernantes que los violan) y en donde de seguro va a surgir, como respuesta, un aparato similar que nuclee a la centro derecha y la derech. En esas condiciones la única unidad posible, parece ser, la interna a la de bloques ideológicos enfrentados.

Además, hay una carencia absoluta de liderazgos regionales, de líderes o movimientos con credibilidad y auctoritas, aunque sean parciales. Como los que en una época representaron para la izquierda Fidel Castro, Carlos Andrés Pérez, como líder tercermundista de la socialdemocracia, o el propio Hugo Chávez en medio de la llamada ola rosada.

Luiz Inácio Lula da Silva, que en este segundo gobierno tenía esa posibilidad de liderazgo la malbarató al apoyar la invasión rusa a Ucrania, uno de los más complejos factores de disputa internacional que fractura a Estados Unidos y la Unión Europea con Rusia y sus aliados de Eurasia. Pérdida de credibilidad que la reforzó el actuar como alcahueta del gobierno de Maduro, intentando lavarle el rostro en la fracasada Cumbre Latinoamericana que convocó en Brasilia el pasado mes de mayo.

El otro componente de esta comunidad de países incapaces de crear un frente común para defender sus intereses en el nuevo escenario geopolítico es que, al no existir escenarios de debate diplomáticos profesionales, la relación entre los presidentes es de enfrentamiento personal.

El tuit es el nuevo instrumento de intercambio. Nuestros presidentes actúan como los viejos personajes de los westerns del cine americano. Petro saca la pistola, que por suerte es digital, y le dispara a Bukele. Que es un asesino, le dice. Y Bukele saca la suya y le recuerda que su hijo es un ladrón, que se ocupe de sus cosas. Así se acelera una diplomacia de ring de boxeo.

Y el último componente que me gustaría señalar es la conversión de la región latinoamericana en un territorio del fracaso. Donde las palabras futuro y esperanza han desaparecido. O por lo menos hibernan. No hay por los momentos proyectos o gobiernos que entusiasmen y sirvan de modelo inspirador

Un inventario rápido. Cuba, el entusiasmo de los sesenta, aunque queda en el Caribe, es una nación congelada. En el pasado. No tiene futuro, ni esperanza. Solo sobrevivencia de viejos mitos revolucionarios. Chile, el más reciente entusiasmo del Cono Sur, en pocos meses lo perdió, y de la posibilidad de hacer una nueva Constitución alimentada por voces progresistas pasó en la última consulta a una sorpresiva nueva hegemonía de la derecha y la posibilidad de que la nueva constitución no cambie en lo esencial la hoy vigente.

Perú es ingobernable, ha tenido seis presidentes en los últimos cuatro años. En Ecuador, acaban de defenestrar a Lasso, quien disuelve el gobierno a través de una figura de nombre curiosos, la muerte cruzada, y convoca a unas elecciones express que ya incluyen un candidato asesinado. Petro, quien gana las elecciones por un estrecho margen, en poco tiempo entra en caída libre en las encuestas, y aunque no ha emprendido ninguna de las tropelías al estilo castrochavismo que muchos esperaban con temor, cada semana su gobierno protagoniza un escándalo mayor, algunos de corte telenovelesco, y el proyecto en el que colocó todo su esfuerzo –la Paz Total– no termina de dar frutos visibles.

En Argentina, el peronismo, la ideología clave en la cultura política de ese país, sufre el mayor revés electoral de toda su historia y le sirve la mesa al liderazgo triunfador de una figura rocambolesca, Javier Milei, una voz altisonante, de maneras agresivas y lenguaje que coincide con el de Podemos, un candidato místico y atípico, que propone acabar con el Estado, la dolarización de la economía, la privatización de las empresas públicas, las desregularización de la tenencia de armas y el fin de las indemnizaciones laborales por empleo.

Bukele, que es el líder con mayor popularidad acumulada en toda la región, es visto por algunos –generalmente por fuerzas de derecha– como uno de los pocos modelos a imitar, pero, desde otras perspectivas, se le percibe como un violador de derechos humanos y una amenaza autoritaria que, como un chavismo de signo inverso, apuesta a instalarse, sin alternancia, por largos años en el poder.

De Venezuela y Nicaragua ya no hay nada que agregar. Ortega que ya acabó con la oposición, exterminó las ONG, y expulsó del país el liderazgo opositor ahora va por las universidades. En Venezuela, que es una de las más sofisticadas formas de la sumisión, la evasión y la amargura colectiva, Maduro sigue obstaculizando las elecciones libres, aumenta el número de presos políticos y usa la violencia impúdica contra los candidatos de oposición a las primarias.

Es un mapa Frankenstein el de nuestra América, como decía Martí. Gabriel García Márquez tituló su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, en 1982, “La soledad de América Latina”. Hizo un recuento de nuestras fatalidades colocándole el peso a las responsabilidades externas colonialistas. Subrayó como cifras espantosas que “De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido –hablamos de la época de una dictadura de derecha– 1 millón de personas: 10% de su población”. ¿Qué diría hoy cuando tuviese que contar que de Venezuela –hablamos de la dictadura de izquierda– han huido 8 millones de personas que representan 25% de su población? Tendría que hablar de la segunda soledad de América Latina. Y rehacer su discurso.

La región clama por nuevas ideas y prácticas políticas para salir de esta alternancia viciosa –izquierda-derecha; estatismo-liberalismo; Lula-Bolsonaro; kirchnerismo-macrismo– que nos devuelve siempre al mismo fracaso. Si alguien atisba a ver alguna señal de algo nuevo, que avise.

Artículo publicado en el diario Frontera Viva


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