En una película reciente y exitosa sobre el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, Las horas más oscuras, el protagonista, Winston Churchill, debe pasar por el aprieto de convencer a la sociedad y al Parlamento de las bondades de su política. Puesto ante la necesidad de referirse a los desafíos que se aproximaban, pero obligado a no ser excesivamente descarnado, en su estreno radial acude a unas palabras de Cicerón.

Después, cuando requiere la solidaridad de la Cámara, abunda en referencias sobre la grandeza del imperio británico, labrada a través del tiempo. Logra así el entusiasmo incondicional de los comunes. El vizconde Halifax, entonces ministro de Asuntos Exteriores y su rival en el gabinete, después de oír la alocución asegura que el primer ministro ha ganado su primordial batalla debido al manejo de la lengua inglesa, a la cual puso a combatir moviendo la fibra de los oyentes con referencias al pasado de una sociedad que, mientras lo escuchaba, pudo mirarse en el espejo de una épica anterior. Con este comentario termina la película.

Para muchos nuestro filme empieza con la aparición de un puñado de jóvenes a quienes clasificamos como Generación de 2007, porque irrumpieron y se dieron a conocer en esa fecha a través de actividades dignas de memoria y capaces de crear prestigios incuestionables. Que de la savia de la juventud dependa la vitalidad de un cuerpo social sobran pruebas en sentido genérico, y de que así haya sucedido en nuestra historia las certezas son abundantes. En el caso de ellos genera entusiasmo el que –debido a razones cronológicas, a que nacieron en hora oportuna, a que no tuvieron ocasión de relacionarse directamente con las sombras de la democracia representativa– puedan ser la materia adecuada para fertilizar la parcela política. No habían nacido, o apenas se levantaban de la cuna, cuando la convivencia creada en la segunda mitad del siglo XX se iba en picada.

En tal sentido se puede decir que no tienen historia, según se utiliza la afirmación para machacar la inexistencia de antecedentes turbios en las figuras que se presentan a la consideración de la sociedad. Pero el hecho de que no tengan historia no les permite ignorar la que hicieron sus antepasados. Tienen la obligación de saber, con necesaria propiedad, que los asuntos que los mueven y conmueven no son hechuras del presente, sino fragmentos de una evolución realizada en medio de sacrificios admirables, de tratos arduos, de cárcel y tormento, de pensamientos ineludibles que no han tenido cabida en sus horas de soledad, ni en sus discursos de flamante factura, ni en los documentos que publican. Tampoco quizá en el seno de sus reuniones partidistas.

No creo que convenga exigir a estos jóvenes que para hacer bien su trabajo se detengan en Cicerón, como hizo Churchill. Tal vez sea una petición exagerada, pero es evidente que, para lograr remiendos de entidad, deben sentir que la historia no comienza con las partidas de sus nacimientos, ni con las fechas de sus bautismos, ni en el motivo que los movió a pronunciar su primer discurso, sino en una plataforma anterior de cuyo dominio depende la luz de la posteridad. Es decir, la luz de ellos mismos. Quizá pueda animarlos a alejarse de la superficialidad el ejemplo de la dictadura chavista, que ha sido capaz de pergeñar una narración que, entre trancas y barrancas y con más pena que gloria, comienza en Guaicaipuro luchando con los conquistadores españoles y llega a la cumbre con Chávez enfrentado al tenebroso imperialismo. ¿No pueden nuestros flamantes líderes, con el talento que tienen y con la posibilidad de ser hilo de una antigua y venerable madeja que solo espera estimación, superarlos en la arquitectura de una relación de sucesos que ofrezca raíz y abono a su epopeya, que los meta de veras en la historia?


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