Foto EFE

La principal conclusión del debate del estado de la nación, convocado por Sánchez por primera vez en sus cuatro años en Moncloa y convertido en un mero mitin preelectoral, es que España padece un gobierno que prioriza la estabilidad de sus socios al impulso de un gran Pacto de Estado nacional que intente paliar los insoportables estragos de una crisis duradera que afecta al conjunto de la sociedad.

Lejos de impulsar una agenda reformista de consenso, con un reparto justo de los esfuerzos que incluya a la propia administración pública y a la industria política que la rodea, Pedro Sánchez se ha lanzado a consolidar su tétrica alianza con Podemos y los partidos independentistas, con medidas populistas de corto alcance que agravarán los problemas pero le permitirán, tal vez, llegar a las próximas elecciones simulando una sensibilidad inexistente.

Porque no hay nada más antisocial que empobrecer a los ciudadanos del presente y dejar una herencia sangrante de deuda y déficit a los del futuro, en un contexto de desempleo y frustración que no se compensa con el catálogo de subvenciones y subsidios impropio de una sociedad próspera e incompatible con la viabilidad de las arcas públicas.

Pero si grave es constatar que la única receta económica del gobierno es trasladar a este escenario la dialéctica frentista de Sánchez, ahora cambiando el maniqueísmo de buenos y malos por el de ricos y pobres; resulta escandaloso añadirle la segunda parte del mismo espíritu con sendas reformas legales para asaltar la Justicia y reescribir la historia reciente.

El debate del estado de la nación ha culminado una agenda política sustentada en sacrificarlo todo a la supervivencia de Sánchez y de su mayoría «Frankenstein», y se resume en el definitivo blanqueamiento de Bildu como socio prioritario con un cambalache infame: el presidente tendrá el apoyo de Otegi para todo y, a cambio, se aprobará una amnistía histórica sobre la barbarie de ETA que suena a preámbulo de una liberación masiva de los terroristas apresados.

Que el presidente del gobierno de España haya sido capaz de afirmar en el Congreso, como argumento de autoridad, que «ETA no existe desde hace diez años» y que Bildu se haya limitado a «sentir» el dolor causado visualizan la infamia perpetrada por ambos para extender un manto de impunidad sobre un horror vigente.

Porque ETA no asesina, es cierto, pero los estragos de sus andanzas están vigentes: 379 crímenes siguen sin resolverse, los homenajes públicos a terroristas se celebran sin respuesta, el universo abertzale atosiga a diario al constitucionalismo vasco y el exilio de decenas de miles de personas no ha tenido reparación formal ni anímica.

En 48 horas de conversación parlamentaria sobre España ha quedado claro que España es menos importante para el gobierno que su propio futuro. Y que el presidente que lo encabeza está dispuesto a pagar la factura económica, legal y moral que haga falta con tal de mantenerse en el poder: ahondar en la incipiente ruina, horadar la separación de poderes o equiparar a las víctimas del horror con sus verdugos resumen la propuesta de Sánchez, un dirigente que aúna como ninguno la ineficacia con la falta de escrúpulos y una galopante inhumanidad.

Frente a tanto despropósito, queda la esperanza señalada por todos los sondeos de que cuaje una alternativa sensata, realista, moderada y capaz también de desmontar, sin medias tintas, el pernicioso edificio ideológico que Sánchez ha ido construyendo a golpe de improvisación, demagogia y servilismo.

Editorial publicado por el diario español El Debate


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