¿Quién no ha escuchado una canción que lo transporte inmediatamente a otro mundo, otro universo, otra época u otro lugar? Desde que nacemos hemos estado rodeados de música. Nuestros momentos más significativos los hemos ambientado con música, consciente o inconscientemente.

Al nacer, la primera nota musical que escuchamos es la voz de nuestra madre. No es extraño que con solo oírla nos calme cuando lloramos o estamos inquietos. Claro, nuestro padre también se esfuerza por arrullarnos, pero parece que somos menos sensibles a esa gruesa y bigotuda voz, por muy melodiosa que la ponga; además, no tardará mucho para que venga la suegra a quitarnos de sus brazos y en un santiamén nos tranquilice. Por eso, me aventuro a decir que el segundo sonido que es música para nuestros oídos es la voz de nuestras abuelitas.

Nuestros primeros meses también están rodeados de canciones significativas. Nos cantan para dormir, para comer, para jugar, para aprender motricidad, incluso hasta hay una canción para hacer pipí. Con esta introducción al mundo de la música, comenzamos a aprender los compases, los ritmos y las melodías, empezamos a aplaudir con coordinación, a mover la cabeza con ritmo e incluso a menear el rabito al compás de un sonido musical ─algo que más tarde llamaremos baile─, lo que a los mayores les hace mucha gracia e inmediatamente nos vitorean, nos graban, nos fotografían y ahora, con ayuda del primo que sabe de redes, acabamos en TikTok. Y nunca falta el tío aquel que dice que el niño será bailarín cuando sea grande. Noticia de última hora: no acertó.

Seguimos creciendo y nuestra casa se convierte en una especie de andén ferroviario musical por defecto, donde trenes de ritmos van y vienen cada minuto, donde las personas, cuales notas musicales, corren apuradas o lentas, bajan y suben a los trenes, donde el gentío por entrar en un vagón puede ser tan numeroso según el género que esté sonando dentro, donde con el ir y venir de la gente que pasa frente a nuestra vista y su vocerío inentendible termina convirtiéndose en una mezcolanza musical. Pues sí, nuestra casa es así cuando somos niños. La salsa que pone mi papá los sábados se mezcla con las baladas románticas de mi mamá entre semana, Sandro y José Luis Rodríguez les hacen featuring a Tito Puente y a Eddie Palmieri. Los temas de las novelas se convierten en el himno de la casa hasta que se descubre que la señorita de servicio era la hija perdida del millonario aquel. Por último, los singles de los comerciales empiezan a tallarse en nuestro cerebro, ¿o acaso no volteamos para los lados a buscar la procedencia del sonido cuando escuchamos el comercial de Bacardí ─hielo, limón y cocacola─ o la música navideña de jamón Plumrose?

Con todo esto en la cabeza, ya nuestras inclinaciones musicales comienzan a tomar forma, le agarramos cariño a la música de mamá, bailamos con la de papá y hacemos chistes y referencias con la de la TV. Ojo, en esta etapa de la vida todavía la radio no es nuestra, por lo tanto solo de ella escucharemos las noticias que no entendemos y no es hasta la adolescencia cuando nos apoderamos de ella, pero eso se los explico más adelante.

La época escolar es otro momento musicalizado de nuestras vidas, donde el sonido que más recordamos y recordaremos hasta la muerte y más allá es el de carrito del vendedor de helados. En esta etapa nuestra cultura musical se amplía y toma otra vertiente, nos aprendemos el Himno Nacional, el “Himno al árbol”, el himno del colegio, el “Himno a la alegría”, el himno de los países latinoamericanos, el himno del maestro, en pocas palabras salimos “himnotizados” con tanta música no bailable y diferente a la que escuchamos en casa, todo esto sin contar con los actos culturales que se realizan durante el periodo escolar, en el que el folklore hace su entrada magistral al aprendernos (baile y canto) “El tamunangue”, “El sebucán”, “La lancha Nueva Esparta”, “Los chimichimitos” y los tradicionales villancicos. Como verán, esta época de nuestra vida es importante porque se amplía sobremanera nuestro espectro musical hacia otros géneros nunca antes explorados.

Lamentablemente hoy en día, en esta sociedad millennial, toda esta enseñanza musical que venimos arreando se pierde cuando llegamos a la adolescencia y el reguetón entra como Pedro por su casa en nuestras vidas, pero sobre este asunto en particular hablaré en otra ocasión porque quiero concentrarme más en las generaciones premillennials, cuando aun Chayanne no competía con Wisin y Yandel por un espacio en la radio.

La adolescencia siempre será una etapa crucial en nuestras vidas, pues ella define lo que seremos el resto de nuestras vidas y con ella viene la parte importante de nuestra formación musical. Son años en los que no podemos vivir sin audífonos, sin dejar de escuchar música, respiramos más notas musicales que aire. Nuevos ritmos entran en nuestra cabeza y comienzan a darle sentido rítmico a todo lo que somos y seremos. Son variados los ritmos juveniles que empiezan a apoderarse de cada escena que vivimos. Paseamos con un new age, coqueteamos con merengue, nos enamoramos con una salsita, disfrutamos la playa con un reggae, bebemos acompañados de un house dance, compartimos con los amigos un rock. Algunas personas van más lejos, tienen música hasta para ir al baño.

En este punto de nuestras vidas empezamos a asignar canciones específicas a cada momento. Mi primer beso lo inmortalizó “Take my Breath Away” de Berlin, mi primera escapada de casa “Walking On Sunshine” de Katrina and the Wave, mi primera rasca “I Want To Break Free” de Queen, mi primer stripper “You Can Leave Your Hat On” de Joe Cocker y hasta mi primer divorcio tiene su tema: “Me liberé” de Mermelada Bunch.

Todo este recorrido musical nos lleva a lo que somos ahora, no una mezcolanza de ritmos y géneros sino un compendio de momentos ambientados con música, unos conocedores musicales que sabemos qué significa cada sonido, cada canción. Y es que aunque digamos que no tenemos oído musical, no sabemos de música o no nos atrevemos a opinar sobre determinado género, todos sabemos el significado que tiene una música en nuestra vida, un ritmo en nuestro corazón y una canción en nuestro día a día…

Nos hemos paseado por numerosos géneros y todavía lo seguimos haciendo, recomendamos, negamos, odiamos y aplaudimos cada canción e intérprete con la misma destreza de un crítico de arte, ¿y es que acaso no lo somos? Escuchar música es un arte, y nosotros somos el artista porque… la música es nuestra vida.


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