No todos recuerdan cuando se enteraron de la existencia de ese hecho irremediable al que todos estamos condenados. La muerte se experimenta cuando uno la vive como una experiencia cercana.

Yo puedo decir, en lo estrictamente personal, que desde niño supe de su brutal cercanía pues viví durante mi infancia cerca del cementerio Corazón de Jesús en Maracaibo

Pero, además, fue una experiencia cercana, pues perdí a mis dos compañeros de juegos infantiles, de apenas 8 y 10 años de edad. Uno se llamaba Adán, murió un Jueves Santo, ahogado en una playa; y el otro se llamaba Alirio, falleció infestado de tétanos.

Después ha sido toda una secuencia de muertes cercanas que han hecho del duelo una situación permanente: mi hermano, mi madre, mi padre, mi mejor amigo y otros.

Ahora ha hecho presencia en nuestras vidas un virus de alta letalidad: el covid-19. Y, con él,  la muerte se ha convertido en una experiencia cercana para todos.

Así que a la crisis general de sociedad en la que nos instaló el régimen, incluso, mucho antes de que Chávez dejara a Maduro en el poder, sobrevino el covid para decirnos que estábamos mucho peor de lo que la realidad nos señalaba todos los días, y que el problema que se nos había instalado borraba definitivamente los límites entre la vida y la muerte.

La muerte dejó de ser algo que le ocurría a los demás. Los que aseguraban que se estaba administrando la pandemia de manera eficiente han demostrado una vez más su incompetencia para manejar los riesgos que advienen no solo con la presencia del coronavirus, sino con todo evento crítico que termina desbordando la validez institucional y el desempeño del régimen para manejar con eficiencia la crisis. Y así ha pasado con todo.

Ahora, todos estamos conmocionados porque se ha producido la muerte de gente cercana, ya no son cifras y gente sin rostro que se anuncian en los informes fríos de los hermanos Rodríguez; ahora, en cualquier momento alguien nos informa de la muerte de un amigo, de un vecino, de un deportista famoso, de cientos de médicos, algunos muy conocidos, de familiares, es decir, de gente cercana.

Hasta en la cúpula del gobierno la muerte ha tocado sus puertas y ha empezado a sentir los estragos de la enfermedad. Diosdado Cabello, Tareck el Aissami, Jorge Rodríguez, el Potro Álvarez, Héctor Rodríguez, una docena de alcaldes y gobernadores, miembros de la Fuerza Armada, hasta llegar a la muerte de Darío Vivas.

El presidente por ahora no se ha contagiado. Parece cuidarse en extremo, hasta el punto de que en estos días confesó que para tener sexo con su mujer se hace primero la prueba PCR.

Pero la muerte nos amenaza. Esta allí y nosotros indemnes frente a ella, con un gobierno al que parece no interesarle la vida de sus gobernados.

Y de verdad, creo que como todo el mundo, yo confieso que le temo. Le temo de verdad a eso que es justamente esta certidumbre que es la muerte y que es la no-dimensión.

Ella, como alguna vez escribió alguien que ahora no recuerdo, significa no estar en ningún lado, en ninguna parte. Uno con ella no está escondido, uno no está durmiendo, uno no está en otra habitación… Simplemente uno deja de estar y lo que es peor, uno  no volverá a estar en ninguna parte.

 


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