Viví un par de años en París, en la rue de Cheroy, en el 17 arrondissement, cerca del bulevar de Batignoles, en el pequeño hotel Pôle du Nord que en los meses de invierno hacía honor a su nombre porque su propietaria resultó ser un tanto pichirrósky con la calefacción y estaba rigurosamente prohibido preparar en las habitaciones ningún tipo de comida caliente. Sin embargo siempre se mantuvo afectuosa conmigo porque cuando la conocí le di a guardar todo el dinero que cargaba para resolver adecuadamente mis primeros tres meses de estadía en una ciudad que desconocía hasta esperar que abrieran los bancos para depositarlo. Ella quiso extenderme un recibo y yo lanzándome al abismo, poniendo mi dinero en manos desconocidas, me negué a aceptarlo. «!Con usted ese dinero está en muy buenas manos!», le dije en mi torpe francés. La llenó de orgullo y satisfacción saberse digna de mi confianza y en efecto, cuando dos días más tarde le pedí el dinero lo devolvió con orgullosa sonrisa y a partir de ese momento Madame Souquière me trató como un hijo: «Monsieur Izaguirré, hoy no se ve usted bien, le voy a preparar un grog». Una mañana escuché que me llamaba.»¡Asómese a la ventana!». Me dio una sorpresa inolvidable y mucha alegría: ¡estaba nevando y era la primera vez que veía caer la nieve!  A veces le llevaba unas flores, una cestica de fresas, un pan dulce y ella casi lloraba de emoción. Supe del Pôle du Nord porque Juan Nuño fue mi cicerone parisino y me dijo que podía alojarme en su cuarto. Lo había dejado a mitad de mes porque un alumno suyo de Caracas se suicidó en una habitación del piso de arriba y fue Juan quien lo encontró y sufrió mucho con aquella desventura. Como no conocí al suicida no me importó vivir allí todo el tiempo que permanecí en París. Subía o bajaba las escaleras de madera y el hijo de Madame Souquière, un muchacho de veinte años flaco y desgarbado, se ocupaba todas las mañanas de mantenerlas impecables.»Hay que trabajar», me decía cada vez que lo veía arrodillado, esclavizado, sacándole más brillo a los peldaños. Yo había visto A nous la liberté, 1931, la película de René Clair que exalta la libertad y critica el trabajo en cadena (como también lo hace Chaplin en Temps Moderne, 1936,) y repitiendo la frase de uno de sus protagonistas, le contestaba irónicamente viéndolo atrapado en su ciego destino: «Oui, le travail c’est la liberté!» (¡En efecto, el trabajo es la libertad!).

Fueron muchas las veces que  en la misma escalera topé con un señor muy mayor, gordo, vestido de negro, de pelo negro corto, facciones gratas y un paraguas igualmente negro.  Después del obligado saludo de cortesía, se detenía, apoyaba su espalda contra la pared, hacía varias reverencias me veía con mirada de súplica y de inmediato me aconsejaba que tuviera más cuidado con la motocicleta porque es muy peligrosa. Saludaba con una leve inclinación de la cabeza y en silencio continuaba subiendo hacia su habitación. Yo quedaba parado allí, en la escalera del Polo Norte, perplejo, petrificado porque no he tenido nunca ninguna moto y solo una vez me encaramé en una de ellas como la chica que montada a caballo se abraza al vaquero en las películas western. Seguramente me está confundiendo con alguien de su entorno, me dije. Al día siguiente volví a tropezarme a la misma hora con el gordo de la escalera y volvió a aconsejarme para que saliera de la moto, que la vendiera porque las motos provocan accidentes que acarrean funestas consecuencias.

A la cuarta o quinta vez que me topé con el gordo de la escalera obsesionado por los peligros de las motos lo saludé con amabilidad, soporté sus reverencias y antes de que reiterara su angustiada advertencia le dije en el mejor francés que logré encontrar, que le tenía guardada una buena noticia. Me miró con fingido interés pero en silencio: «!Vendí la moto!», dije con fervoroso entusiasmo . Reaccionó y se le iluminó el semblante. Me abrazó y calurosamente soltó un «¡Gracias, gracias!» y nunca más volvió a detenerme en la escalera, aunque continuó haciendo sus reverencias cada vez que se encontraba conmigo vestido siempre de negro con su inseparable paraguas. Un compañero suyo de trabajo murió meses atrás en un accidente de moto, me contó Madame Souquière y el gordo de la escalera había quedado traumatizado.

Me compré un paraguas también negro como el que cargaba el gordo de la escalera para enfrentar la lluvia parisina. Fue el primer y último paraguas que adquirí en mi vida porque al salir a la calle lo abrí, llovía y no había llegado siquiera a la esquina cuando alguien pasó a mi lado y me dijo: ¡Buenos días, pastor! Me volteé a verlo, desconcertado, porque vio en mí no al ñángara sin rumbo que era yo en aquel tiempo, sino a un pastor evangélico o protestante y me dije: si es por el paraguas que me confunden con un cura, me libero del paraguas así como me liberé de la motocicleta. Lo cerré y lo colgué de la primera reja que encontré bajo la lluvia en el portentoso París de mi arrebatada juventud.


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