Los problemas del país son múltiples y magnos, pero ante esta realidad precisamos, ante todo, de un norte que unifique, oriente, y motive a enfrentar tantas dificultades. Necesitamos de una mirada que trascienda esta multiplicidad, modifique la percepción que tenemos de nosotros mismos, introduzca en el discurso público una visión que “reeduque” nuestra psicología (Jacques Philippe) y nos estimule a salir de la pasividad.

Precisamos, ante todo, de unos argumentos que nos ayuden a “defendernos de nosotros mismos”, como bien dijera Castro Leiva en su discurso ante el Congreso en 1998. Ese día instó a recordar los esfuerzos con que alcanzamos lo que en aquel entonces estábamos a punto de perder (y perdimos, de hecho). Ayudó a despertar conciencias dormidas que parecían haber olvidado que veníamos de una larga lucha que había rendido sus frutos. Recordó que somos capaces de lograr cosas trascendentes y de categoría, cuando tomamos conciencia de que la “vida en común” es una realidad valiosa, digna de ser cuidada.

Ante el fracaso que constatamos hoy; ante este gran escollo que ha dejado en evidencia muchos de nuestros modos de abordar la realidad, se ha puesto de relieve que nos domina una errada percepción de nosotros mismos. Nos autocriticamos una y otra vez; nos hacemos daño unos a otros y aunque es entendible que uno se canse, no podemos dejarnos dominar por un pesimismo que nos someta a la resignación de quien se siente condenado a no poder cambiar. Tenemos el pasado muy cerca y se nos olvida que hay que aprender a ver las situaciones con una cierta perspectiva para lograr vislumbrar el futuro que tenemos por delante. Hay que construir algo nuevo. Y hacerlo hoy, en el día presente, empezando por cambiar el presupuesto de que no podremos cambiar.

Mi intención no es, en absoluto, subestimar el esfuerzo de muchos (de todos). A lo largo de este largo camino se han librado buenas batallas y son miles los venezolanos que hemos hecho lo que hemos podido. Todavía, sin embargo, no hemos logrado transitar hacia tiempos mejores. Es por eso que tenemos que seguir abiertos a aprender las lecciones que nos ofrece la vida, para someternos humildemente a las correcciones que nos hace.

Estamos a unos pocos días de dar inicio a la semana santa, en medio de un contexto extraño que no sabríamos definir bien. Son días para recordar que en la vida se atraviesan desiertos, momentos difíciles, en los que la fe se pone a prueba. El llamado es también a dejarnos iluminar por nuestra conciencia, a examinar el corazón, y a disponernos a hacer transparente nuestra intimidad ante Jesús crucificado por mí y por todos.

Con esta alusión a la cuaresma, mi intención es recordar que nuestro itinerario terrenal es algo serio y sería triste no lograr trascender tantos intereses personales por ese bien superior que es, en este momento, el país (un bien “común” del que depende, paradójicamente, nuestra felicidad individual). La vida, como dice el Papa Francisco en su encíclica Fratelli Tutti, es un tiempo de encuentros: un tiempo en el que deberíamos procurar romper las paredes para dejar que el corazón se nos llene “de rostros y de nombres”, pues si respondiésemos a nuestra vocación a la trascendencia, el móvil más íntimo sería el amor. Con hombres así, dispersos por el mundo, nuestras sociedades serían distintas: muchas vidas, impactadas por miradas que aman, se salvarían del anonimato, del sin-sentido, del hundimiento.

Los hombres podemos encerrarnos en nosotros mismos y dejarnos dominar por objetivos inmediatistas, de corto alcance, que asfixian nuestra capacidad para el infinito, para luchas más elevadas, que sirvan a un bien común: al diseño de una vida en sociedad fundada en un diálogo honesto.

Sé que el adjetivo “común” asusta porque se le asocia con el “comunismo”. La palabra apela, sin embargo, a una realidad natural, pues entramos en este mundo gracias a la relación de una pequeña comunidad: esa originaria entre un yo y un tú. Somos seres dialógicos; interlocutores por naturaleza. Tendemos a la comunicación, a la relación con otros, a desear amar y ser amados. Todo pacto entre los hombres debería ser visto, por esto mismo, como algo natural, fruto de nuestra condición relacional, y no como algo forzado.

Es cierto que pretender integridad por parte de todos los hombres puede resultar en algo utópico. Implicaría desconocer nuestra frágil naturaleza. Es posible, sin embargo, apelar a la conciencia de hombres de buena voluntad, deseosos de cambiar y ser mejores, abiertos a ayudar a un país que sufre. Es también posible apelar a esos cuyas conciencias están endurecidas, porque en la vida siempre hay tiempo para la contrición. En momentos de crisis puede siempre reaccionarse de diversas maneras: uno puede hundirse ante la aparente imposibilidad de un cambio o confirmarse en que es posible vivir de un modo distinto al del estado crítico.

He dicho en varios artículos que yo no sé de política; no es mi oficio. Me expreso porque quiero a mi país y veo cómo el curso de su rumbo afecta la vida de muchos. Una verdadera obsesión por el poder nos tiene enfrascados en una lucha estéril mientras miles sufren sus consecuencias. Si bien algunos dicen que el Papa no sabe ni de política ni de economía, sus reflexiones acerca de la naturaleza dialógica del hombre y su vocación a la vida en el espíritu (una interconexión que es íntima y de la que él sabe mucho), pueden resultarnos útiles en estos tiempos. Según me ha parecido entender últimamente, nuestro obrar es siempre político, en tanto que afecta a muchos, para bien o para mal, por ser todos ciudadanos de una polis.

Una sociedad fraterna apela al otro y debería estar abierta al diálogo como la vía más adecuada para superar las diferencias. “(Su) falta implica que ninguno, en los distintos sectores, está preocupado por el bien común”, dice el Papa en su encíclica. Nos haría bien reflexionar sobre la importancia de la interacción con el otro para ampliar nuestra visión. “Sostener con respeto una palabra cargada de verdad” abriría el cauce a relaciones más sinceras, más humanas, más cercanas a las necesidades de la gente, pues si de algo tenemos experiencia es que la hipocresía o liviandad en las relaciones interpersonales es siempre algo que provoca rechazo. Y esto es así porque, en el fondo, los hombres esperamos  autenticidad: un trato honesto, en el que las partes no se acerquen con prejuicios que de entrada distancian.

Andar en verdad es siempre el camino indicado. Reconocernos como somos, abrirnos al otro (desde los más cercanos) y hacer que merme en nosotros el mal que denunciamos fuera, son los primeros pasos de la reconciliación que necesitamos. Solo así nos dispondremos a una más amplia. Empecemos con los nuestros y ya los efectos de irradiación se harán sentir.


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